Envidia, odio e infamia, son las más innobles de las torpes lacras que afean a ciertos humanos

La envidia es una adoración de ciertas personas por “las sombras, del mérito por la mediocridad”. Es el rubor de la mejilla sonoramente abofeteada por la gloria ajena. Es el grillete que arrastran los fracasados y fracasadas.

Es el acíbar que paladean los y las  impotentes. Es un venenoso humor que mana de las heridas abiertas por el desengaño de la insignificancia propia. Por sus horcas caudinas pasan, tarde o temprano, los que viven esclavos de la vanidad: desfilan lívidos de angustia, torvos, avergonzados de su propia tristura, sin sospechar que su ladrido envuelve una consagración inequívoca del mérito ajeno. La inextinguible hostilidad de los necios fue siempre el pedestal de un monumento.

Es la más innoble de las torpes lacras que afean a los caracteres vulgares.

El que envidia se rebaja sin saberlo, se confiesa subalterno; esta pasión es el estigma psicológico de una humillante inferioridad, sentida, reconocida. No basta ser inferior para envidiar, pues todo hombre o mujer lo es de alguien en algún sentido; es necesario sufrir del bien ajeno, de la dicha ajena, de cualquiera culminación ajena. En ese sufrimiento está el núcleo moral de la envidia: muerde el corazón como un ácido, lo carcome como una polilla, lo corroe como la herrumbre al metal.

Es pasión traidora y propicia a las hipocresías.

Es al odio como la ganzúa a la espada; la emplean los que no pueden competir con los envidiados. En los ímpetus del odio puede palpitar el gesto de la garra que en un desesperado estremecimiento destroza y aniquila; en la subrepticia reptación de la envidia sólo se percibe el arrastramiento tímido del que busca morder el talón.

El odio que injuria y ofende es temible.

La envidia que calla y conspira es repugnante. Algún libro admirable dice que ella es como las caries de los huesos; ese libro es la Biblia, casi de seguro, o debiera serlo. Las palabras más crueles que un insensato arroja a la cara no ofenden la centésima para de las que el envidioso va sembrando constantemente a la espalda; éste ignora las reacciones del odio y expresa su inquina tartajeando, incapaz de encresparse en ímpetus viriles: diríase que su boca está amargada por una hiel que no consigue arrojar ni tragar. Así como el aceite apaga la cal y aviva él fuego, el bien recibido contiene el odio en los nobles espíritus y exaspera la envidia en los indignos. El envidioso es ingrato, como luminoso el sol, la nube opaca y la nieve fría: lo es naturalmente. os hombres.

Siendo la envidia un culto involuntario del mérito, los envidiosos y envidiosas son, a pesar suyo, sus naturales sacerdotes.

El castigo de los envidiosos estaría en cubrirlos de favores, para hacerles sentir que su envidia es recibida como un homenaje y no como un estiletazo. Es más generoso, más humanitario. Los bienes que el envidioso recibe constituyen su más desesperante humillación; si no es posible agasajarle, es necesario ignorarle. Ningún enfermo es responsable de su dolencia, no podríamos prohibirle que emitiera acentos quejumbrosos; la envidia es una enfermedad y nada hay más respetable que el derecho de lamentarse cuando se padecen congestiones de la vanidad.

El envidioso es la única víctima de su propio veneno.

La envidia le devora como el cáncer a la víscera; le ahoga como la hiedra a la encina. Por eso el artista y pintor Poussin (1594- 1665) , en una tela admirable, pintó a este monstruo mordiéndose los brazos y sacudiendo la cabellera de serpientes que le amenazan sin cesar.