La redención tardía de Tobías Cincolani

Había una vez en un pueblo de montaña, un hombre llamado Tobías Cincolani. Era conocido por su extrema tacañería. Contaba cada céntimo que gastaba y se negaba a ayudar a nadie si eso significaba desembolsar algo de su propio dinero. No importaba si alguien necesitaba comida, ropa o refugio; Tobías siempre encontraba una excusa para no contribuir.

Un día, una gran sequía golpeó el pueblo. Los campos se secaron, los pozos se agotaron y la gente sufría por la falta de agua. Desesperados, los habitantes acudieron al Sr. Cincolani en busca de ayuda. Pero este, en su egoísmo, se negó a compartir su agua, temeroso de gastar más de lo necesario.

Mientras tanto, otro hombre del pueblo, llamado Fortunato, abrió las puertas de su granero y compartió generosamente su agua y alimentos con todos los necesitados, sin importar el costo. Aunque no tenía tanto como Tobías, comprendió la importancia de ayudar a los demás en tiempos difíciles.

Con el tiempo, la sequía pasó, y el pueblo comenzó a recuperarse. La gente recordaba con gratitud la generosidad de Fortunato, quien había salvado a muchos de la hambruna y la sed. Por otro lado, el egoísmo de Cincolani había dejado una marca negativa en la comunidad. La gente lo evitaba y suspiraba con desdén cada vez que pasaba cerca.

Tobías Cincolani, en su terquedad, se aferró a su riqueza y no cambió su forma de ser. Se convirtió en una figura solitaria en el pueblo, sin amigos ni apoyo. A medida que envejecía, se dio cuenta de que su obsesión por el dinero lo había dejado completamente solo.

Un día, Tobías enfermó gravemente. En su lecho de muerte, rodeado de su fortuna, pero sin nadie que lo acompañara, comenzó a reflexionar sobre su vida. Se arrepintió amargamente de su tacañería y de su falta de fe. Rogó por perdón, pero se dio cuenta de que era demasiado tarde para cambiar sus acciones pasadas.

En un último acto de desesperación, Tobías murmuró un Ave María, una oración que nunca había pronunciado en vida. Pero mientras exhalaba su último aliento, comprendió la verdad que había negado durante tanto tiempo: “Que la verdadera riqueza no reside en el dinero, sino en la generosidad y la compasión hacia los demás.” Y en ese momento, comprendió la moraleja más importante de todas: “Que nadie se muere ateo, porque en algún momento todos necesitan encontrar paz y redención en algo más grande que ellos mismos.”

La moraleja de esta fábula es que la tacañería, la avaricia y la falta de fe pueden llevar a la soledad, la infelicidad y el arrepentimiento. «Mientras el río corra, los montes hagan sombra y en el cielo haya estrellas, la verdadera riqueza reside en la generosidad y la compasión hacia los demás.»