«Cada vez que una puerta a la felicidad se cierra, inmediatamente se abre otra»

La cuestión de la felicidad, tan esquiva y a la vez tan anhelada, parece emprender un viaje sin fin por los recovecos de la mente humana. ¿Dónde reside su morada? ¿En el destino final, marcado con tintas misteriosas en el mapa del destino, o en el trayecto que se abre paso entre las incertidumbres del presente?

En este telar de reflexiones, me aventuro a desentrañar el misterio, buscando pistas entre los senderos de la existencia. Y mientras observo las bifurcaciones del camino, una verdad se asoma, clara como el cristal pulido por los años: la felicidad, ese tesoro tan ansiado, no reposa en el destino final, sino en la compañía que nos brindan aquellos que el azar o el designio del universo han dispuesto para compartir la travesía.

Pues ¿qué sería de la travesía sin la gracia de la compañía? ¿Qué sería de los días, las horas, los minutos, sin el calor humano que aviva los fuegos del alma? Es en la risa compartida, en los abrazos sinceros, en las conversaciones que trascienden las palabras donde la felicidad halla su verdadero hogar.

La felicidad no es un destino al que se llega tras largas jornadas de travesía, sino un estado del alma que se cultiva en el aquí y el ahora, en el abrazo cálido de un amigo, en la mirada cómplice de un ser amado, en la sonrisa de un extraño que cruza nuestro camino. Porque al final del día, lo que verdaderamente importa no es el destino final, sino el viaje mismo, y las personas que iluminan nuestro camino con su presencia.