Nunca olvido de dónde vengo

Mi abuela materna nació en Gijón, Asturias. Con apenas 19 años, tomó su corazón y su esperanza y las embarcó en un viaje hacia lo desconocido. Dejaba atrás su tierra junto a toda su familia, escapando del hambre, la pobreza y las cicatrices invisibles de la guerra.

Como tantos otros, el destino la llevó al sur, a la Argentina. En el barco, el amor floreció y se casó. Ya en tierras argentinas, dio vida a cinco hijos, y su trabajo fue su oración diaria, limpiando y planchando para otras familias.

La dignidad, aunque arropada de humildad, nunca le faltó.

En su pequeño mundo había pobreza, pero nunca miseria. Cultivó su huerto como quien cultiva sueños, con manos de tierra y corazón de sol. Tenía gallinas y árboles frutales que se mecían al ritmo del viento. La cocina era a leña, y el agua venía de un pozo profundo, como el amor que nos tenía.

Nunca pasamos hambre.

Vivíamos cinco en una pieza, pero el espacio se multiplicaba con la risa y el cariño. En la casa de mi abuela, donde crecí, faltaban muchas cosas materiales, pero sobraba amor y ternura.

Me enseñó la cultura del trabajo, que es el lenguaje universal de los humildes.

El estudio era su ofrenda para un futuro mejor. Me inculcó el respeto y la honestidad, esos valores que se siembran en el alma y florecen en la vida.

Nunca se quejó. En su gratitud infinita, agradecía al país y a la gente que le permitió encontrar una vida mejor.

Mi abuelita murió viejita, sin saber leer ni escribir, pero su sabiduría era infinita. Partió sin rencores ni remordimientos, dejando tras de sí un legado de amor y fortaleza.

Hoy, en cada aniversario de su nacimiento, su recuerdo brilla más que nunca. Pienso que, desde el cielo, ella sonríe y se siente orgullosa. Gracias, abuela, por tanto, amor, por los ejemplos y las enseñanzas que sembraste en mi infancia.

Esas enseñanzas que, como luciérnagas, iluminan el camino de mi vida.