Más presente, menos pasado y menos nostalgia, por favor
La memoria, esa traicionera, me juega sus trampas con un tinte de melancolía. A menudo, el pasado se me viene encima como una avalancha de río desbordado, inundando mis días con recuerdos que me susurran que esos tiempos eran mejores, más simples, más míos.
Pero no hay que engañarse:
La memoria es selectiva, elige lo que quiere recordar, nos muestra sólo lo que se le antoja, como si el pasado hubiera sido un paraíso sin manchas.
El presente, este aquí y ahora que respiro con cada bocanada de aire, merece su lugar, su tributo.
No es que niegue mis recuerdos, los reconozco como el terreno fértil donde germinaron mis primeras alegrías y decepciones. Pero sé que atarme a ese jardín del ayer es perderme la floración de este momento, es dejar pasar las puestas de sol que aún no he visto, los abrazos que aún me esperan.
La nostalgia, esa vieja compañera, suele colarse sin invitación.
A veces se presenta disfrazada de un olor olvidado, de una canción que hace eco en las sombras de mi memoria. ¿Qué hacer con ella? Hay que recibirla, sí, pero sin dejar que se instale demasiado tiempo.
Porque la nostalgia, como una manta en invierno, puede ser cálida y acogedora, pero si me envuelvo demasiado en ella, término prisionero de un ayer que ya no existe, de un “qué hubiera pasado si…”
El presente, con su caos y su belleza imperfecta, me ofrece el milagro de lo cotidiano, me invita a reinventarme, a reparar lo que está roto, a abrazar lo que tengo ahora, aunque no sea perfecto. Así que, más presente, menos pasado, y, sobre todo, menos nostalgia. Porque la vida sucede aquí, en este preciso instante, como un pájaro que canta solo una vez.
Y yo quiero estar aquí, con los ojos abiertos y el corazón latiendo, para escuchar esa melodía única, irrepetible.