Adicciones: “Abrazos que desangran”

No soy terapeuta, un simple escribidor. Soy solo un hombre con los ojos llenos de grietas. He visto demasiadas sonrisas rotas, manos que se aferran a fantasmas, almas que se disuelven en humo.

No tengo respuestas. Solo preguntas que arden como cigarrillos mal apagados.

El alcohol no es un brindis con Dios.

Es un pacto con el diablo que firman los labios solitarios. Al principio, te susurra que el mundo es más suave entre copas. Luego, te escupe en la esquina de tu propio funeral.

El tabaco no es romance:

Es un amante voraz que te roba el aliento y te deja ceniza en las venas.

La marihuana huele a nostalgia:

A canciones de cuna para adultos perdidos. Te mece en una nube tibia, pero cuando despiertas, la realidad duele el doble.

La cocaína no engaña: grita.

Te vende el paraíso en un polvo y te cobra con infiernos. Ambos saben que no curan. Solo entierran el dolor vivo bajo capas de mentira.

El azúcar es la droga de los inocentes.

Nos enseñaron a morderla como si fuera amor: en galletas que saben a abrazos, en chocolates que suplantan las palabras no dichas. Pero el cuerpo, cuando se cansa de tanto dulce falso, se rebela. La obesidad no es gula: es un grito ahogado en grasa, una armadura contra un mundo que duele.

Conocí a un hombre que apostó su casa en un casino.

Perdió más que dinero: perdió las mañanas, el nombre de sus hijos, la luz. La ludopatía no es un juego. Es una soga que se disfraza de escalera.

El sexo…

¿Cuándo dejó de ser ternura para volverse jaula? Cuando confundimos piel con salvación, y cuerpos con respuestas.

El trabajo, para algunos, vende dignidad mientras les roba la vida.

Es un ladrón elegante: te quita los domingos, los besos, el tiempo de mirar a los ojos sin prisa.

Las compras son sirenas de plástico:

Prometen identidad en una bolsa nueva, pero solo nos dejan vacío y deudas.

El teléfono móvil.

Ese dios pequeño que vibra en el bolsillo. Ya no lo usamos: nos posee. Nos vigila. Nos convence de que valemos por los likes, por las miradas ajenas, por los seguidores que no saben nuestro nombre.

Los videojuegos construyen mundos perfectos.

Para los que ya no creen en este. ¿Para qué necesitar el sol si hay medallas digitales, héroes de pixels, enemigos que se pueden derrotar? Conocí a un chico que murió de noche frente a una pantalla. Nadie lo supo hasta que el olor lo delató.

Las relaciones tóxicas son veneno con sabor a miel.

Hay quien besa al verdugo, quien abraza a quien lo apuñala, porque el miedo a la soledad duele más que la herida.

Están los adictos al riesgo.

Los que saltan al vacío solo para sentir que algo —aunque sea el miedo— les late dentro.

Todas las adicciones son hermanas. Hijas del mismo agujero.

Ese que no se llena con alcohol, ni pastillas, ni sexo, ni aplausos. El que llamamos vacío, pero que en realidad es hambre de algo.

Mi profesor decía que las adicciones son fantasías con sabor a placer. Mentira. Son trampas para no sentir el peso de estar vivos.

Y yo escribo esto, no como quien juzga, sino como cómplice.

Porque también tengo mis fantasmas: las noches en vela mordiendo ansiedades, las pantallas que reviso como si en ellas estuviera la llave de algo.

Todos cargamos algún veneno.