Super alimentación: “¿Para qué hacer las cosas fáciles, si también se pueden hacer difíciles?
Hacen penitencia en forma de jugos verdes y cree que una mezcla de espirulina con chía puede salvar su alma —y su colon.
En este mundo posmoderno, donde el supermercado ha reemplazado al templo y el gurú se ha reciclado como influencer nutricional, los llamados “superalimentos” gozan de un prestigio que cualquier político en campaña envidiaría.
Pero ¿qué hay detrás del açai, la cúrcuma, los batidos detox y los antioxidantes “naturales” que prometen juventud, salud y una especie de iluminación gastrointestinal?
“Superalimento es un concepto de marketing, no de ciencia”, sentencia el bioquímico José Miguel Mulet, profesor en la Universidad Politécnica de Valencia y autor de varios libros que destrozan mitos alimentarios con precisión quirúrgica. “No hay ningún alimento que por sí solo tenga propiedades curativas o preventivas extraordinarias. Si lo hubiera, lo tendríamos patentado y lo darían en los hospitales”.
La expresión “superfood” nació en campañas publicitarias, no en laboratorios.
El plátano fue uno de los primeros en ser así etiquetado en los años 30, cuando la United Fruit Company —sí, esa del golpe de Estado en Guatemala— lo promocionó como “el alimento perfecto”. Desde entonces, el adjetivo ha mutado, pero el espíritu evangelizador permanece. Hoy los altares están decorados con bayas de goji, semillas de lino y aceite de coco, que algunos vendedores prometen como antídoto contra todo, desde el cáncer hasta el mal de amores.
“Es una visión romántica de la alimentación, con un barniz seudocientífico. Apelan a una idea muy poderosa: la de la pureza. Comer bien te vuelve moralmente superior”, explica la antropóloga alimentaria Charlotte Biltekoff, de la Universidad de California. Según su investigación, muchas dietas contemporáneas no solo se usan para adelgazar, sino para construir una identidad. El que toma cúrcuma orgánica no solo cuida su salud, sino que siente que pertenece a una élite informada, consciente, única.
Pero el fenómeno tiene otra pata: el miedo.
“La palabra toxina se usa sin sentido. Todo es tóxico si se abusa, hasta el agua”, recuerda la nutricionista y divulgadora científica Laura Saavedra. Las famosas “dietas detox” prometen limpiar el cuerpo como si fuera una alfombra sucia. Pero el cuerpo ya tiene hígado y riñones para eso. “No necesitamos desintoxicarnos, ya lo hace el cuerpo solito, salvo que uno tenga una insuficiencia hepática”, ironiza Saavedra.
Las tiendas naturistas y los supermercados con zona “bio”.
Han sabido capitalizar esa ansiedad colectiva. Un informe del Global Wellness Institute calcula que la industria del bienestar mueve más de 4,5 billones de dólares al año. En esa economía, el aguacate no es una fruta: es un emblema.
“Hay algo de desesperación en todo esto. Vivimos más años, pero no sabemos cómo, y entonces buscamos respuestas en la comida”, dice con sorna el sociólogo Bruno Grandi. “Es la medicina del capitalismo tardío: privatizada, costosa, ineficaz, pero con buena prensa”.
Uno de los grandes mitos de esta religión nutricional es el de los antioxidantes.
Se los presenta como caballeros medievales que luchan contra los radicales libres, responsables —supuestamente— del envejecimiento, el cáncer y la mala suerte. ¿Pero qué dice la ciencia?
“Sí, los antioxidantes existen y tienen funciones celulares”, dice el biólogo molecular Arturo Anzola, de la Universidad de Buenos Aires. “Pero en estudios clínicos serios, suplementar antioxidantes no reduce el riesgo de enfermedades. Incluso puede ser contraproducente en dosis altas”.
Entonces, ¿por qué triunfan?
Porque son simples, visuales, vendibles. Como una especie de moral alimentaria que reduce la salud a una etiqueta de color verde.
“La comida ha dejado de ser alimento para convertirse en ideología”, dice Mulet. Y como toda ideología contemporánea, se transmite por Instagram. En el fondo, el culto a los superalimentos no es tan distinto a una limpia con ruda. Pero más caro. Y con mejor empaque.