¿Qué nos pasa?
En algún momento de la historia, algo se descompuso. Explotó.
Un tornillo flojo, una tuerca oxidada, y el engranaje social empezó a hacer ruido. Hoy, vamos por la vida con audífonos encajados en las orejas, como si el silencio se hubiera vuelto contagioso y mortal.
Caminamos hablando solos, haciendo ademanes, como si el aire nos respondiera. Años atrás, si alguien te veía así, llamaban a los loqueros. Ahora, simplemente piensan que estás actualizando tu estado emocional en alguna plataforma digital.
Y luego están los otros: los vociferadores modernos.
Esos que gritan a su teléfono móvil en el tren, en la calle, en el aeropuerto, donde haya más de tres personas para garantizar audiencia.
Y no es que estén contando tragedias épicas o desamores desgarradores. No, son cosas como: «¿Qué estás cocinando?», «¿Ya le compraste el collar al perro?», «¿La tía Rosita sigue con el pie hinchado?», «¿Llegaron las croquetas al súper?», «¿Te acordás de devolverle la plancha a la vecina?».
Y uno, como oyente involuntario, se siente parte de esa tragicomedia de lo cotidiano.
Pero lo que más desconcierta son las malas palabras.
Han tomado la vía pública, los ascensores, la televisión y hasta los benditos canales de streaming. Antes, las palabrotas se guardaban bajo llave, como joyas de ocasión especial. Ahora se lucen en cualquier esquina, brillando como emblemas de la modernidad desfachatada.
Y no sólo es el ciudadano de a pie: presidentes, ministros, senadores y diputados insultan como si estuvieran compitiendo por ver quién pone el listón más alto. A lo mejor creen que así su gestión suena más auténtica, más del pueblo.
Pero no se quedan atrás los otros: los que sanatean *
Esos que hablan y hablan en la televisión o en las redes, llenando el aire de palabras que suenan rimbombantes pero que, si las destapas, están vacías.
*Sanatear: es el arte de aparentar profundidad cuando en realidad sólo estás pescando palabras al vuelo sin decir nada en concreto.
Entonces, yo pregunto:
¿Qué nos pasa? ¿En qué momento la conexión se volvió ruido y el silencio una amenaza?
¿En qué punto dejamos de susurrar para gritarle al mundo nuestra rutina banal?
No sé, pero sospecho que alguien nos cambió el manual de instrucciones y ahora estamos en modo altavoz permanente.