El Sol Naciente: “una historia sobre los amigos y la amistad”
Bajo los árboles de Palermo, donde la ciudad se desnuda de asfalto y respira verde, un grupo de locos con zapatillas gastadas dibujó rutas en la madrugada. Eran siete. Siete contra el mundo, siete contra sus propios demonios, siete que inventaron una patria pequeña, hecha de pasos y sudor. Se llamaron El Sol Naciente, porque corrían hacia la luz que aún no existía. Antes del alba, cuando Buenos Aires dormía con los faroles encendidos, ellos ya estaban ahí, desafiando la noche con sus risas y sus músculos tibios. Los martes y jueves 8 kilómetros y los sábados 10 o tal vez quince, siempre soñando con la próxima maratón.
Pepe: “El tejedor de caminos”
Pepe venía de un mundo de las telas. En su taller del Once, cosía sueños ajenos. Pero en las carreras, sus manos, curtidas por las tijeras, se convertían en mapas. Él marcaba el ritmo, lento y firme, como quien sabe que la vida no es una velocidad, sino una textura. Llevaba dulce en el bolsillo para los que flaqueaban, y en sus ojos brillaba esa generosidad de los que dan sin preguntar.
Luisito: “El sabio de los bytes y los sabores”
Luisito hablaba en código, pero soñaba en especias. Ingeniero de sistemas de día, de noche diseñaba menús imaginarios afrodisíacos en cuadernos rayados: ostras con chocolate, jengibre en polvo sobre helado de vainilla. Decía que el amor también era un algoritmo, y que él lo hackearía con su restaurante. La muerte, caprichosa, lo sorprendió antes de que probara la receta. Se fue corriendo, como siempre, pero hacia una meta que nadie vio venir.
Bocha: “El brujo del asado y las curvas”
Bocha preparaba motos para volar en las pistas de GP, afinaba guitarras para hacer llorar a las noches, y asaba carne como si el fuego le obedeciera. En las carreras, era el faro: gritaba chistes entre jadeos y empujaba a los rezagados con su voz de trueno. Un día, su moto lo traicionó en una curva seca. Se fue al cielo de los héroes, ese donde solo entran los que dejan la mesa puesta para los amigos.
Amilio: “El náufrago de la patria”
Amilio creyó en Argentina. Puso un negocio, luego dos, trabajó dieciocho horas diarias, y el país, ingrato, le devoró con devaluaciones y promesas rotas. Emigró a España con una maleta y un rencor dulce, como el de los que aman lo que los lastima. Desde allá, sigue corriendo: en las calles de Tenerife, persigue el fantasma de aquellos bosques donde fue feliz.
Claudio: “El poeta de las tristezas”
Claudio cargaba melancolías en la mochila. Hombre de un amor que se esfumó, encontró en el grupo un refugio. No hablaba mucho, pero sus pasos tenían elocuencia. Corría como si quisiera dejar atrás algo que siempre lo seguía. En los momentos más duros, era él quien aparecía con un abrazo o un silencio que valía más que mil discursos.
Andrés “El Bebé”: “Niño eterno con risa de cascabel”
Libraba su guerra contra los kilos como quien desafía a gigantes de barro. Inventaba carreras de espaldas, desafiaba a los semáforos en rojo a duelos de baile, convertía los baches del camino en trampolines hacia el cielo. Era el vértigo hecho carne, hasta que una madrugada se desvaneció – y no murió – como el vapor del mate recién cebado. El grupo buscó su risa en cada esquina de Palermo, pero solo encontró el silencio cómplice de quien se escapa sin despedir para no decir adiós.
Omar: “El perdedor que ganó la partida”
Yo nunca gané una maratón. Mis piernas eran lentas, pero mi terquedad, infinita. Propuse rutas, horarios absurdos, desafíos bajo la lluvia. Y cuando el trabajo me arrancó a Europa, me llevé los bosques en la memoria. Hoy, desde Madrid, veo amanecer en mi reloj cuando ellos anochecen. Pero seguimos corriendo: en WhatsApp, compartimos fotos de cielos, chistes viejos, y la certeza de que el sol naciente jamás se apaga.
Epílogo: “La carrera que no termina”
Los martes y jueves, ya no hay pasos en el bosque. Los sábados, la resistencia es virtual. Pero Pepe, Amilio y yo seguimos tejiendo la red de aquellos días. A veces hablamos de Luisito, Bocha y Andrés, como si estuvieran solo ausentes, como si un día cualquiera volvieran a sumarse a la fila. El grupo ya no corre, pero tampoco se detiene.
Somos eso: una luz en la pantalla del móvil, un mensaje a las 5 a.m., un sol que sigue naciendo, aunque sea en píxeles.