“La abeja vive apenas cuarenta días”
Baila entre los pétalos, acaricia el polen y con su vuelo breve da vida a las flores. En ese suspiro de existencia, visita ciento cincuenta mil corolas y al final de su jornada deja una cucharadita de miel. Una mísera cucharadita que, para nosotros, endulza el café de una mañana cualquiera. Pero para la abeja, es todo. Es el amor, el esfuerzo, la danza infinita de la vida.
El efímero insecto de mayo apenas respira un día
Sale del cascarón y ya sus alas se llenan de polvo dorado, brillando como chispas de sol en el viento. No conoce la noche. Vive la luz con la prisa de quien sabe que el crepúsculo es una sentencia. Nos ofrece su vibrante vuelo como un poema que se apaga antes de pronunciarse entero.
La libélula, reina de los charcos, vive poco más de una semana
Cruza la vida en una flecha azul, devorando mosquitos para que el humano no sea mordido. Su cuerpo es un relámpago de belleza que dura un suspiro. El hombre la observa y piensa que el río está limpio porque así debe ser, porque la naturaleza está a sus pies. Pero la libélula muere sabiendo que su destello fue ignorado.
Los grillos cantan toda la noche
Sus alas se rozan con la insistencia de un amante que no teme el rechazo. Cantan como si el alba nunca fuera a llegar. Al salir el sol, caen agotados, felices de haber llenado el silencio de la tierra. Mientras el hombre duerme sin escuchar el regalo de la madrugada.
Para el hombre, el paso de un insecto es una molestia
Para la abeja, la libélula, el insecto de mayo, el grillo, es la vida misma. En su efímera existencia entregan el arte de lo pequeño, un trabajo que nunca será aplaudido ni entendido.
Dan todo lo que son por el equilibrio de un mundo que no los mira.