“La tormenta y el laberinto”. Reflexiones sobre la ansiedad y la depresión

Los susurros del cuerpo

La ansiedad no llega con trompetas. Es un huésped sigiloso que se instala en las costillas, un pájaro de alas eléctricas que aletea en el pecho sin avisar. A veces, la piel se convierte en un mapa de hormigas, los latidos en tambores de guerra y el aire, de pronto, escasea como si el mundo fuese una habitación sin ventanas. No hay herida visible, pero el cuerpo sabe: algo se agrieta en el sótano del alma. La gente pregunta: «¿Por qué temblás si nada te amenaza?». Y uno calla, porque no sabe explicar que el miedo a veces es un fantasma sin nombre, un enemigo que se alimenta de futuros imaginarios.

La niebla de la melancolía

La depresión no es tristeza. Es una bruma espesa que borra los colores, un invierno que congela hasta los recuerdos del sol. Hay días en que levantarse pesa más que cargar una losa de mármol; los zapatos se vuelven de plomo y la risa ajena suena a idioma extranjero. La vida, entonces, se reduce a contar horas como monedas vacías. Algunos murmuran: «Poné voluntad». Como si la voluntad no fuese la primera víctima de ese silencio que todo lo devora.

El mercado de las máscaras

Vivimos en un mundo que vende alegría enlatada. Las redes sociales son vitrinas de sonrisas perfectas, los anuncios gritan que la felicidad es un viaje, un perfume o una pastilla. Y ahí, en medio del ruido, quienes cargan con la tormenta o la niebla aprenden a disfrazarse. Sonríen en fotos, trabajan, aplauden, mientras por dentro navegan un río de preguntas sin respuestas. La soledad no es no tener gente alrededor; es sentirse invisible bajo las luces de neón de un planeta que no admite grietas.

Las cicatrices del alma

Dicen que el tiempo cura, pero hay heridas que el tiempo solo aprende a esconder. La ansiedad deja marcas: noches en vela, puertas que se cierran de golpe, canciones que ya no suenan igual. La depresión, por su parte, talla surcos en la memoria, como un río que se lleva pedazos de tierra sin preguntar. Sin embargo, en esas grietas a veces crecen flores. Hay quienes, después de perderse en el laberinto, aprenden a nombrar sus monstruos. Y en ese nombrar hay un acto de rebeldía: sobrevivir es también una forma de belleza.

En las esquinas del mundo

Hay millones que cargan su tormenta en silencio. No son héroes ni mártires; son gente que sigue caminando, aunque sienta que el suelo tiembla. Tal vez en sus bolsillos guarden pequeñas victorias: un día sin llorar, una taza de té caliente, un abrazo que no juzga. La ansiedad y la depresión no distinguen banderas ni edades. Son ladrones que entran sin llave, pero también pueden ser maestros que enseñan a valorar la luz después de tanta oscuridad.

La danza de las sombras

Al final, quizás no se trata de vencer la tormenta, sino de bailar bajo la lluvia. O de aprender a convivir con la sombra, sin dejar que ocupe toda la habitación. Hay días en que el laberinto tiene salida, y otros en que basta con sentarse en el suelo a descansar. La vida no es una carrera, ni un museo de triunfos. Es un viaje de claroscuros, donde incluso las cicatrices tienen derecho a contar su historia.

En algún lugar, alguien respira hondo y sigue. Eso también es valiente.