“Dentro de 100 años”

El polvo de nuestros nombres

Los nombres que hoy cantamos al viento serán sílabas perdidas en el desierto. Las lápidas que tallamos con esmero se fundirán con la tierra, y los bronces que nos glorifican serán derretidos para forjar llaves de puertas que ni siquiera existen. El mundo será un idioma que ya no hablamos. Las guerras que nos desangraron, los himnos que coreamos, los dioses que invocamos serán páginas arrancadas de un libro que el tiempo tiró al fuego.

Las ciudades que se olvidan

Las calles que pisamos, donde amamos y lloramos, serán rutas de otro mapa. Los edificios que hoy rasgan las nubes caerán como dientes podridos, y en su lugar crecerán estructuras de vidrio y luz que nadie asociará con nuestra memoria. Los ríos que contaminamos de prisa, por avaricia, volverán a ser espejos de peces que no conocerán el sabor del plástico. Las plazas donde bailamos al ritmo de tambores que ya no suenan serán solo coordenadas vacías en el GPS del futuro.

La sangre diluida en el tiempo

Nuestros nietos tendrán nietos que ignorarán cómo sonreíamos, cómo maldecíamos la lluvia o abrazábamos los lunes. Las fotos que atesoramos serán fantasmas en álbumes abandonados; los rasgos de nuestra cara, un borrón en el genoma. Los apellidos que defendimos como banderas se mezclarán en una sopa de letras donde ya no habrá ortografía. Nadie recordará nuestra voz cantando en la ducha, ni el modo en que cocinábamos el arroz, ni el nombre del perro que enterramos en el jardín.

El eco de las manos

Pero en algún pliegue del tiempo, alguien caminará por un bosque que nació de la semilla que plantamos sin verla crecer. Alguien beberá agua de un pozo que protegimos cuando el mundo quería secarlo. Una palabra justa, que susurramos al oído de un extraño, resonará como un mantra en labios que no sabrán de dónde vino. Las canciones que no escribimos, pero sí vivimos, serán el ritmo de pasos anónimos en calles que jamás pisaremos. Las manos que extendimos en la oscuridad habrán tejido redes invisibles, sostén de caídas que no presenciamos.

Epílogo: La sombra que ilumina

No habrá estatuas ni canciones con nuestros nombres. El olvido, ese perro fiel, habrá devorado hasta las migajas de nuestra existencia. Pero en el silencio de lo efímero, quedará la certeza de que amamos con las tripas, peleamos por lo que creímos justo, y sembramos, sin saberlo, raíces en un suelo que nunca pisaríamos.

La historia no nos recordará, pero la historia es un relato vanidoso, escrito por los que necesitan héroes. Nosotros, los que fuimos gotas en el río, tendremos la última victoria: el agua que empujamos sigue corriendo. Y aunque nadie la nombre, sigue saciando sed.

El mundo será otro, sí. Pero en su savia, invisible y tenaz, llevará el azúcar de los besos que dimos, la sal de las lágrimas que no derramamos en vano.

 Ahí estaremos como polvo de estrellas, en la sombra que ilumina lo que está por nacer.