«La fe, esa herejía bendita». El año del desencanto
El Libro que todos leen y nadie entiende
La Biblia, ese códice sagrado donde cada página es un espejo. El devoto ve reflejada su propia verdad; el escéptico, un rompecabezas sin piezas. ¿Cuántas guerras se libraron por sus versículos? ¿Cuántos corazones se rompieron en nombre de su tinta? Unos la usan como escudo, otros como espada. Y mientras, sus palabras —eternas y mudas— siguen esperando a que alguien las lea sin ganas de conquistar.
Iglesias en cada esquina, verdades en cada altar
Los evangelistas del siglo XXI levantaron imperios de ladrillo y púlpito. En cada barrio, una capilla; en cada capilla, un pastor con «la revelación definitiva». Diezmos que pagan BMWs, sermones que repiten fórmulas, y feligreses que buscan respuestas en un menú de promociones. «¡Aquí está el cielo!», gritan desde sus pantallas. Pero tras el espectáculo, solo queda el eco de una fe empaquetada, vendida al peso del miedo y la esperanza.
Paraísos a medida, promesas en catálogo
Algunos hijos de David siguen buscando la paz con botas de acero y tanques insomnes. La paz que venden tiene pólvora en los bordes y alambradas en el corazón. Disparan al viento por si el viento susurra rebeldías. Hablan de seguridad mientras el miedo florece como mala hierba. Cada noche repiten la obra con nuevos soldados, pero los mismos muertos. Dicen defender la vida, pero cuentan sus victorias en cadáveres. Y mientras tanto, una niña, del otro lado del muro, dibuja una paloma con tizas. No la ve el soldado que la aplasta. Porque a veces, la paz es solo una orden con medallas. Una promesa que estalla.
El islam, para algunos, promete jardines de huríes, aunque todavía hay quienes secuestran y matan en su nombre. El budismo sueña con un vacío sin deseos. Los cristianos pintan avenidas de oro donde no hay pobres ni protestas. Cada religión ofrece su cielo como quien ofrece un resort: con menú exclusivo y normas de admisión. ¿Dios con múltiples personalidades? Tal vez. Mientras tanto, el mendigo duerme sin techo, bajo el mismo cielo que los sabios discuten. ¿Y si el paraíso fuera más sencillo? ¿Y si no cupiera en mapas, ni en dogmas, ni en vitrinas?
La química de lo divino
¿Y si los milagros fueran solo neurotransmisores en éxtasis? Dopamina al rezar por un hijo, serotonina al abrazar al enfermo, oxitocina al cantar en comunidad. La ciencia lo explica, pero no lo despoja de magia: ese instante en el quirófano donde un «Dios, por favor» activa algo más profundo que la razón. ¿Acaso lo sagrado late en las sinapsis? Quizás la fe sea el único algoritmo que conecta el cerebro con el misterio.
Religiones de vitrina
Corre el 2055. Las religiones, como grandes edificios, siguen levantadas… pero vacías. No de cuerpos —los bancos estan llenos—, sino de almas. Los altares brillan, las túnicas se planchan, y los himnos se repiten como discos rayados.
Los sacerdotes hablan. Los pastores gritan. Los fieles repiten. Pero pocos escuchan. Las religiones, esas grandes fábricas de respuestas, ya no saben qué hacer con las preguntas.
¿Dónde está Dios cuando no lo encontramos en los templos? ¿A quién reza el pobre cuando ya no cree en los que dicen representar al cielo? Los dogmas eran estatuas de mármol: firmes, hermosas, pero frías. Y la fe… la fe era una niña con los pies descalzos, tocando la puerta por fuera.
Creer a pesar de todo
Pero aún así, había quienes creían. No por los libros. Ni por los credos. Creían como quien respira. Como quien se aferra a una brasa para no congelarse por dentro. Una madre que reza por su hijo sin comer. Un hombre que canta en la prisión sin motivo. Una anciana que espera una carta que no llegará. Ellos, sin saberlo, hacían teología desde la intemperie.
El Dios que no cabe en las paredes
Jesús —ese hereje de su tiempo— no hablaba latín. Ni cobraba entrada para sus milagros. No pidió diezmos. No fundó iglesias. Caminó con los que sangraban por dentro. Y si hoy apareciera, no tendría cuenta de Twitter, ni aparecería en televisión. Estaría en el hospital que nadie visita. En el basural donde juegan los niños. En la cama de un moribundo que solo quiere una mano.
Rezar sin palabras
La fe verdadera no es un lujo. Es resistencia. Es mirar al cielo y no esperar respuestas, pero mirar igual. Es abrazar al otro sin preguntarle en qué cree. Es llorar por la injusticia, aunque no haya promesas de recompensa.
La revolución del alma
En el 2055, dentro de 30 años, las religiones siguen vendiendo certezas. Pero la fe —la real— se volvió subversiva. Como un poema escondido en un cuaderno escolar. Como un susurro que sobrevive al ruido de las megafonías religiosas. Porque creer, en tiempos de cinismo, es un acto de rebeldía.
Epílogo para los que aún dudan
Y vos, lector, tal vez ya no rezás. Tal vez tu Biblia está llena de polvo, y tus domingos se parecen a cualquier martes. Pero si todavía te emocionás ante un gesto, si alguna vez se te llenan los ojos sin saber por qué, si aún esperás algo mejor, entonces, aunque no lo sepas— todavía tenés fe.
Y eso, en este mundo desmemoriado, es un milagro.