Mi amigo el Tato: “crónica de un cómplice del tiempo»
Cuernavaca:
En Pilar, entre las luces parpadeantes de la pista de boliche «Cuernavaca», nació una amistad con olor a madera vieja y cerveza derramada. Las noches eran túneles sin salida; los días, páginas en blanco que el Tato y yo firmábamos con carcajadas. Cuarenta y seis años después, aquel lugar sigue girando en la memoria, como una bola de boliche que nunca termina de derribar los pinos del olvido.
La municipalidad:
Llegó envuelto en un sobretodo largo, como un detective de película barata o un fantasma elegante. Veterinario de profesión, cazador de perros rabiosos por vocación. Nunca supe si encontró uno, pero su abrigo guardaba historias de ladridos imaginarios y noches en vela.
La Peregrina:
«¿Te sumás?», le dije. Él asintió sin preguntar. Así entró al departamento técnico de la nada, un reino de inventos fallidos y sueños a medio coser. Entre gallinas cluecas y piensos olvidados, descubrió su don: hablar el idioma de los pollos. Yo reí. Él, serio, se convirtió en maestro de un corral que nadie creía posible.
La familia:
Cuando el mundo se me partió, el Tato abrió las puertas de su casa como quien abre un paraguas en medio de un diluvio. Allí vi crecer a sus hijos. Su familia fue mi refugio; su mesa, un mapa de migas donde nadie estaba perdido.
La casita:
Mientras sus fantasmas —esos lobos con nombres reales— aullaban en su espalda, él encontró tiempo para construirme un nido en La Lonja. «La casita», la bautizó. Paredes que él convirtió en testigos de mis silencios. Hasta los ladrillos le agradecieron.
Fuimos socios:
El tango dice que «qué bien se baila por esta tierra firme», y nosotros bailamos. Compartimos clientes, asados y el humo de parrillas que dibujaban sueños en el aire. Él, con su ingenio; yo, con mis locuras. Dos socios que firmaban contratos y promesas sin fecha.
El humor:
El Tato tenía la risa fácil y la ironía filosa. Sus chistes eran bálsamos, contrabando de alegría en días grises. Hasta los funerales se volvían livianos con sus ocurrencias. Él sabía: el humor no era un escudo, sino un abrazo disfrazado de puñalada.
Amor:
Me presentó a una mujer que llevaba el fuego en la mirada. Un amor torrencial, de esos que dejan cicatrices y versos. Juntos vimos el estreno de Un puente demasiado lejos, y mientras la pantalla estallaba en guerra, nuestras manos se encontraron en la oscuridad. Él sonrió, cómplice.
Accidente:
El auto quedó hecho trizas. Él, en cambio, se reconstruyó. Los médicos pedían diez movimientos de rehabilitación; él hizo mil. Como un fakir que desafía a los vidrios, salió caminando del abismo. Sus cicatrices son medallas de una guerra que ganó sin fusiles.
El mejor:
En mi empresa, ascendió de técnico de pollos a embajador de soluciones. República Dominicana, México: su nombre se escribía en pasaportes y sonrisas de clientes. Siempre el mejor, el primero, el que llegaba con soluciones en un bolsillo y chistes en el otro.
Una noche:
Cuando las rejas me atraparon y el frío mordía como fiera, él apareció con frazadas y un abogado que hablaba el idioma de la justicia. «No estás solo», susurró. Y en esa celda, su presencia fue un fuego que derritió el miedo.
Epílogo:
Doce mil kilómetros nos separan ahora, pero cada mañana desayunamos juntos entre mares y pantallas. Dos tazas de café, un mismo relato. Nuestra amistad es un libro abierto: páginas arrugadas, capítulos perdidos en aeropuertos, finales que nunca llegan.
Tato y yo, cómplices de un tiempo que se niega a morir.