¿Aquí no hay quien viva?

En este país – tan dado al folclore y a los eufemismos— le llaman “Junta de Gobierno”, como si eso nos hiciera sentir que estamos en manos de sabios de toga y pluma. En otras esquinas del mapa patrio, simplemente “la Junta”, como si fuera la prima lejana del Ministerio del Tiempo. Y en Argentina, mi Buenos Aires querido, le dicen “el consorcio”, que suena a mafia inmobiliaria, pero sin la clase de Corleone.

Allí también tienen a Eliseo, ese prócer de la portería internacional. Nosotros no nos quedamos atrás: aquí tenemos “aquí no hay quien viva” y no es una serie, es una advertencia.

Y ahora Ramón, si me lo permitís, quiero explicar de qué va todo esto:

Yo fui presidente de todo. De club de rugby – y eso que nunca aprendí a pasar para atrás sin mirar – de consorcios con más egos que vecinos, de juntas de gobierno donde el café se sirve frío y la puñalada templada, y de empresas donde sobreviví a más EREs que un soldado a las guerras napoleónicas. Y por si faltaba guarnición, vivo en una urbanización. Sí, con piscina, y vecinos que votan como si fueran a elegir al Papa.

Hoy, mi amigo Ramón me invitó a pensar en eso de “dar tu tiempo a cambio de nada”. Y, venga, lo intento. Vamos por partes, como decía aquel destripador inglés tan metódico.

La política

No me gusta.

Pero tampoco me gusta ir al dentista y aquí estoy, con la boca sana. Es lo que hay. Porque si no te mola lo que vota el personal en las urnas o en la asamblea de vecinos, no puedes liarte a barricadas ni soltar al perro.

Aquí no hay golpe de estado, aquí hay reglamento.

Y un presidente con corbata o con camiseta de Mercadona, da igual: se le saca con mayoría, no con antorchas.

La participación ciudadana

Hay quien lo da todo sin esperar ni un mísero “gracias” – “será que a todos les gusta pedir y no dar nada”. Hay quien pone pasta, tiempo o neuronas.

Y luego está el que da limosna solo cuando no le ve nadie, como si fuera un ninja de la caridad. Esa peña es la que mantiene el chiringuito en pie.

Los consejos (de administración, de vecinos, de sabios, da lo mismo) son como los botellones: hay de todo.

Está el que tira la piedra y se esconde.

El que no dice ni mu, pero conspira como si le pagaran. Y luego se larga del barco, como si esto fuera el Titanic y él Leonardo DiCaprio.

El criticón profesional, que tiene más quejas que Telecinco, pero propuestas… ni una.

El infractor reglamentario y serial, que hace lo que le sale del Estatuto, total, “si nadie me ve”.

Los que no dan ejemplo integrando una junta, porque terminan haciendo todo lo que el reglamento impide. A veces de noche, a veces de día. Y luego reclaman justicia a los gritos como el abogado del diablo.

Los que pide elecciones anticipadas, como si eso solucionara algo. Y cuando votan al siguiente, que resulta ser su primo, pero más torpe. En resumen: la Junta es un Congreso en miniatura, pero sin dietas ni escolta.

Epílogo

Ramón, no sé si tengo la respuesta que buscas. Y si la tuviera, te la cambiaría por un boletín mensual, que ya va haciendo falta. Porque esto de la urbanización no puede sostenerse con silencios.

¿Dónde está el administrador? ¿Y la junta? ¿Quién vigila al presidente, si no es la propia junta? Auto vigilancia, transparencia, rendición de cuentas… palabras grandes que resulta difícil pronunciar.

Lo que pasa, Ramón, es que a muchos dueños esto les importa un pito. No viven aquí, no lo sufren ni lo cuidan. Pero quienes sí vivimos, sabemos que esto no se arregla solo.

Y los presidentes autoritarios, vengan del país que vengan, nunca han sido solución. Esto se mantiene por los locos que aún creen en el diálogo, en las mezclas imposibles, en gritarse sin romperse. Y, sobre todo, en dar sin esperar.

Porque presidir no es mandar. Es aguantar, mediar, dar la cara y escuchar. Con humor, con paciencia y con un boletín en la mano, que cuente a todos cómo va la cosa. Porque si no hay comunicación, nos vamos a pique.

Y en esta historia el final está abierto.