Beirut
La ciudad que elegí (o que me eligió)
Yo no nací en Beirut. Llegué una tarde cualquiera, como quien entra sin querer a una casa en ruinas y se queda por el olor del pan. No entendía las calles, ni los gritos, ni el ruido que no era ruido, sino memoria. Pero Beirut me abrió la puerta como si ya me conociera.
Con el tiempo, supe que aquí no se llega, se aterriza. A veces suave, a veces entre cenizas. Yo aterricé con una maleta y la arrogancia del que cree que todo puede explicarse. Pero Beirut no se explica. Se sobrevive. Se ama.
Las bombas de siempre
Las primeras bombas que escuché no venían con sirena. Venían con rutina. Se anunciaban como el panadero anuncia el pan: sin sorpresa, sin drama. «Fue en Dahieh», decían. O «una más en Achrafieh». Y la vida seguía. La vida siempre sigue en Beirut, aunque a veces lo haga cojeando.
Una noche conté cinco explosiones. Otra noche, sólo una. Y fue peor. Porque el silencio después fue más largo, más denso. Aquí, el peligro no está en el estallido, sino en la costumbre. Aprendí a distinguir los sonidos: cohete, coche bomba, disparo, trueno. El cuerpo aprende, incluso cuando el alma no quiere.
El terrorismo de siempre
En Beirut, el terrorismo no siempre lleva pasamontañas. A veces usa corbata. O túnica. O uniforme. No siempre grita. A veces promete. Yo vi las paredes llenas de rostros: mártires, héroes, candidatos. Todos santos de una religión sin milagros. Y detrás de cada cartel, una historia rota, una madre sola, una ciudad más vieja que ayer.
No a las bombas
Por eso, no merecen sufrir. Les duelen los misiles que llegan desde el sur, y a veces también desde el norte. Hay niños, mujeres y madres inocentes que viven con miedo cada día. Ellos no tienen culpa, solo quieren paz.
A veces me preguntan: ¿no tienes miedo?
Claro que sí. Pero aquí, el miedo no paraliza: te afina. Te enseña a mirar dos veces, a amar deprisa, a no perder el tiempo en rencores ajenos.
La apuesta
Una vez, entre tantos problemas, también aposté por todo el Medio Oriente. No solo por Beirut, sino por la posibilidad de crear, de plantar algo en tierra que muchos daban por estéril. Puse una empresa. Contra todo pronóstico, sigue viva. Crece lento, pero resiste. Como Beirut. Como nosotros. Esa empresa no es solo un negocio: es una declaración de fe. En la gente. En el caos fértil. En el mañana, aunque tiemble.
El amor en las ruinas
Gracias a Don Gabriel, Richard y George, me enamoré en Beirut. Varias veces. De una canción. De una mañana sin humo. Como todo aquí. Beirut te da lo que tiene: fragmentos. Un balcón cubierto de jazmines, un abrazo en medio de una manifestación, un plato de hummus compartido con extraños que ya son familia. Aquí aprendí que la belleza no necesita orden. Que lo roto también brilla. Y que hay ciudades que te aman sin preguntarte de dónde vienes.
La ciudad invencible
Mi Beirut no es una postal. Es una cicatriz abierta que no deja de cantar. No nací aquí, pero la llevo dentro como una culpa dulce. Como una promesa que no sé a quién le hice. Y cuando me voy, Beirut no me suelta. Se queda en el polvo de mis zapatos, en la forma en que miro los edificios, en la manera en que ya no duermo del todo tranquilo.
Porque una vez que has amado Beirut, ya no puedes amar en paz.