“La pelea de las frutas”
Cuando cae la noche en la cocina y los cuchillos duermen, las frutas despiertan.
No hay influencers, ni etiquetas nutricionales. Solo la luz intermitente del refrigerador que, como un dios cansado, abre su ojo cada tanto para ver si algo ha cambiado. Y entonces sucede. Una voz —nadie sabe de quién— pregunta:
—¿Quién es la reina de las frutas?
Silencio de cáscara. Luego, un murmullo. Y comienza la batalla.
La fresa
Con su rubor de pasarela y perfume de novela barata, da el primer mordisco:
—Soy antioxidante, eterna juventud en forma de bocado.
No menciona que se necesita una montaña de ella para atrasar las arrugas. Ni que el tiempo no le teme al azúcar.
La naranja
Esférica y orgullosa, revienta:
—Yo soy vitamina C. Soy escudo y lanza contra los virus.
Pero olvida que ningún escudo sirve contra un cuerpo sin descanso ni abrazo.
El plátano
Amarillento y sabio como un monje tropical, se estira:
—Yo soy energía. Natural, limpia, redonda.
Aunque en el fondo sabe que es curva de azúcar disfrazada de buena intención.
El arándano se eleva
—Me llaman superfruta.
¿Superfruta de quién? ¿De qué planeta? Es fama traída por marketing, no por milagro. Y los milagros, ya lo dijo una vez la ciencia, no tienen respaldo clínico.
El kiwi, peludo y resentido, explota
—¡Tengo más vitamina C que tú, naranja!
Y aunque es cierto, nadie mide el amor en miligramos. Ni el desayuno en cifras.
El aguacate se impone, untuoso y seguro
—Yo soy grasa buena. Cuidando corazones y likes.
Pero esconde que también viene con calorías como para dos meriendas y un desayuno de domingo.
La granada se desangra en palabras
—Soy polifenoles. Soy escudo del corazón.
Pero sus semillas desesperan hasta al más zen. Cada bocado es un acto de fe.
La piña, desde el fondo tropical, grita
—¡Yo tengo bromelina! ¡Yo digiero proteínas!
En el laboratorio, sí. En la vida real, apenas toca el bistec antes de rendirse.
El limón, ácido y punzante como un tuit, ironiza
—Soy detox.
Y todos se ríen. Porque el único detox real se llama hígado. Y no tiene Instagram.
El mango se contonea
—Soy betacaroteno. Soy sabor exótico.
Y también azúcar. Mucha. Pero de boutique.
Epílogo frutado:
En la penumbra de la cocina, cuando se apagan los brillos y se suspende el murmullo de las etiquetas, las frutas —como nosotros— vuelven a ser lo que son. Sin eslóganes, sin promesas vacías, sin disfraces de marketing.
Porque si hay algo que el ruido del mercado no dice
Es la verdad simple: que no hay superalimentos ni enemigos, sino contextos, cuerpos distintos, necesidades particulares.
El marketing grita soluciones mágicas
Demoniza lo cotidiano, idealiza lo exótico. Pero el alimento no es un milagro envasado, es un acto cotidiano de cuidado.
En tiempos de excesos, comer con sobriedad es un gesto radical
Preferir lo entero frente a lo procesado, masticar en lugar de tragar rápido, elegir una fruta y no su versión licuada y desnaturalizada, es una forma de volver a lo esencial. No por nostalgia, sino por salud, por sentido común, por respeto al cuerpo y al planeta.
Y sin embargo, nada de esto debería entenderse como dogma
Porque en alimentación, como en la vida, no hay una única verdad. Cada cuerpo tiene su historia, su ritmo, su biología.
Por eso, más allá de las modas y los consejos improvisados, siempre será sabio consultar a quienes estudian, a quienes escuchan con ciencia y conciencia: los profesionales de la salud, que no venden fórmulas mágicas, sino que acompañan con criterio.
Quizás, si escucháramos más al alimento y menos al envase, si apagáramos un poco la luz del mercado y encendiéramos la de la razón, descubriríamos que no hay que buscar dioses en la comida.
Solo basta con agradecer lo que nutre, lo que sostiene, lo que simplemente… es.