Los días de Elizabeth
El tiempo era de otros
Elizabeth anda por los sesenta. Caminó la vida con los bolsillos llenos de pañuelos, remedios, llaves ajenas. Toda su vida fue un acto de amor constante, pero no el amor de los cuentos, sino ese que lava platos, que cura fiebres, que espera en la madrugada.
Nunca preguntó por qué. Solo dijo sí. Sí a los hijos. Sí al marido. Sí a la casa. Sí al mundo que le pedía sin pausa y sin tregua.
La arena que se escapa
Hoy, mientras el espejo le devuelve una mujer de espalda curvada y mirada profunda, Elizabeth siente que el reloj pesa. No en la muñeca: en los hombros. Y ese peso trae preguntas.
¿Qué pasó con el baile?
¿Qué pasó con el viaje soñado?
¿Qué pasó con el cuaderno que una vez compró para escribir versos?
No sabe si llamarlo tristeza, pero sí sabe que duele. Duele como una vida que se dio por entero sin dejar una flor para sí.
Hacerse cargo, de ella
Pero Elizabeth, como tantas mujeres hechas de coraje mudo, no quiere quedarse sentada viendo cómo se le escurre la arena entre los dedos.
Ahora dice sí, pero a ella. Sí al paseo sola. Sí al libro que esperó años. Sí al deseo postergado.
No hay edad para empezar de nuevo
Solo ganas. Y Elizabeth las tiene. Con la misma fuerza con la que crió hijos, ahora se cría a ella. Con la misma paciencia con la que sostuvo al mundo, ahora se sostiene.
Las otras Elizabeth
Porque su historia es muchas. Porque en cada calle hay una mujer que mira por la ventana y se pregunta si aún puede. Y sí, pueden.
Elizabeth no busca revancha. Busca justicia, con la ternura como bandera. Y en cada paso, sus pies ya no caminan para otros. Caminan para ella.