“La mujer que sembraba amor”

Hay personas que no figuran en los libros de historia.

No tienen calles con su nombre, ni estatuas, ni placas de bronce. Pero sin ellas, este mundo se vendría abajo. Mi abuela fue una de esas personas invisibles. Y, sin embargo, la llevo tatuada en el alma.

Asturias, tierra que duele

Nació en Gijón, cuando la tierra lloraba pólvora y pan duro. Tenía 19 años cuando dejó todo: la casa, los árboles, las voces, las sombras. Se fue con lo puesto, con los suyos, huyendo del hambre, de la guerra, de la nada. Zarpó en un barco que no prometía riquezas, pero sí la posibilidad de vivir.

Boda en alta mar

Se casó con el vaivén de las olas como testigo. Sin salón ni vestido blanco. Solo promesas y viento en los cabellos. El amor floreció entre maletas y esperanzas, en la clase más pobre del barco.

El sur y sus costumbres

Llegó a Argentina. Al sur del sur. Allí no había campos verdes como en su aldea, pero había tierra para sembrar. Y manos dispuestas a trabajar. Tuvo cinco hijos. Lavó ropa ajena, planchó camisas con el alma, limpió casas ajenas sin borrar su dignidad.  Y cada tarde, volvía a su rincón con olor a sopa y leña, con los brazos cansados pero el corazón entero.

La casa con gallinas y ternura

En su patio crecían tomates y limones, y un gallo cantaba como si fuera dueño del sol. El agua venía del pozo. El fuego, de la madera. Y el amor, de ella. Vivíamos cinco en una sola pieza. Éramos pobres, pero no miserables. Porque en esa pieza cabían todos los abrazos del mundo.

La sabia analfabeta

No sabía leer ni escribir. Pero me enseñó a leer la vida. A escribir con actos. A estudiar, para ser libre. A trabajar, para ser digno. A respetar, para ser humano. Nunca se quejó. Nunca maldijo su destino. Solo agradecía, con la mirada serena de quien sabe que la vida vale por lo que se da.

El cielo la nombró suya

Se fue calladita, con los años en la piel y la paz en los ojos. No dejó herencias, ni casas, ni joyas. Solo un legado invisible que me acompaña a cada paso.

Epílogo

Cada 17 de junio la siento más cerca. Me parece verla, sentada al sol, con su delantal y su silencio.  Y creo, con toda el alma, que desde algún rincón del cielo ella sonríe.

Sonríe al ver que su semilla no fue en vano. Que su nieto sigue andando, con los pies en la tierra y el corazón en Asturias.

Gracias, abuela. Por enseñarme que hay gente que, aunque no sabe leer ni escribir, puede escribir destinos.