El verano no llega: irrumpe
No se anuncia con cortesía, ni pide permiso.
Una mañana cualquiera, el aire amanece distinto. El polvo se arremolina como si supiera que va a quedarse en suspensión. Y el sol, ese viejo tirano dorado, se instala en lo alto como un rey que vuelve al trono sin abdicar del todo.
Las cigarras —esas devotas del fuego— afinan su coro bajo los árboles donde el silencio se derrite. La luz no se posa: abrasa. Las sombras, otrora tímidas, ahora se alargan como animales exhaustos.
Cada cosa transpira su memoria:
Los muros huelen a cal antigua, el agua sabe a metal caliente, los cuerpos portan la nostalgia de un frescor que ya no existe.
En los pueblos, las persianas bajan no por miedo, sino por fe: fe en la penumbra, en la siesta, en el rumor remoto de una radio que repite boleros con voz gastada.
El verano es una promesa de quietud violenta: parece invitar al descanso, pero todo arde bajo su mandato.
Y, sin embargo, en medio de esa tiranía solar, la vida florece con fiereza.
Los niños corren como si el calor no existiera. Los perros duermen como dioses satisfechos.
Las mujeres riegan las macetas con un gesto antiguo que ya es liturgia.
El verano nos recuerda que estamos hechos de tierra, de sudor y de sed. Que aún bajo el peso del fuego, seguimos danzando.
No es estación, es rito.