Historias: “Un Romano en Roma”

Los Romano y los Sforza. Mi abuelo. Mi abuela. Vinieron del otro lado del mar, desde Italia hasta la Argentina, con el pan bajo el brazo y la nostalgia en el pecho. Trajeron en los huesos el idioma de los gestos, la costumbre de hablar con las manos, y una fe tercamente sembrada en la tierra ajena.

Yo llevo esa sangre

Esa sangre que no se olvida, que no pregunta permisos para latir. Y llevo un pasaporte que dice lo que ya decía mi cuerpo: soy italiano. Mi abuelo vino de Sicilia, donde el sol cae como un puño. Mi abuela de Campobasso, Molise adentro, donde las montañas murmuran en dialecto.

Por eso soy italiano y un Romano en Roma.

No nací en Roma, no. Pero Roma me parió tarde, como hacen las ciudades que crían a sus hijos a destiempo, cuando ya no los esperan. Crecí en la orilla marrón del Río de la Plata, con los pies hundidos en barro, y la cabeza soñando con columnas rotas y águilas imperiales.

Roma me llama. Como llama el mar a los ahogados, como llama el fuego a los que tiemblan de frío. Y vine.

Con la piel curtida. El alma sin defensas. Caminé una ciudad en llamas.

No ardía por Nerón, ardía por el verano y los turistas sin alma, esos bárbaros modernos que saquean sin mirar. Aquí estoy, entonces. Un Romano en Roma. Volviendo a casa sin haber salido nunca.

San Pietro: la catedral del silencio

La Basilica di San Pietro, consagrada en 1626, fue moldeada por titanes: Bramante, Rafael, Miguel Ángel (quien diseñó su cúpula entre 1546 y 1564), y Carlo Maderno, que completó la fachada. Es una maquinaria de fe con tuercas de mármol. Adentro, el murmullo de los peregrinos se mezcla con el clic idiota de los selfies.

Afuera, vendedores ambulantes ofrecen bendiciones plastificadas a tres por diez. Y uno se pregunta qué pensaría Pedro, el pescador, de todo esto.

Tomba di Papa Francesco: la tumba que aún respira

Fui a la Basilica di Santa Maria Maggiore, una de las más antiguas de Roma, del siglo V, donde los mosaicos aún cantan en latín. Allí descansan papas y esperanzas. Francisco, el argentino, está enterrado, y su sombra recorre los pasillos. Él, que hablaba con los pájaros y los cartoneros, que prefería la periferia al Vaticano.

Lo imaginé riendo desde el más allá, sin saber si canonizar a los pobres o excomulgar al turismo religioso.

Via Veneto: la pasarela de los fantasmas

La Via Veneto, diseñada en el siglo XIX, alcanzó la inmortalidad con La Dolce Vita (1960) de Fellini. Hoy, la dolce vita cuesta catorce euros la copa. Los cafés huelen a desesperación, los camareros a resignación, y los turistas a perfume de aeropuerto.

Me senté a ver pasar los fantasmas del cine, de los poetas, de los excesos. La dolce vita murió de sobredosis de WiFi.

Centro Storico: ruinas del alma

Aquí están todas: el Panteón (125 d.C.), el Foro Romano, la Columna de Trajano (113 d.C.), las cicatrices gloriosas del imperio. El centro histórico es un museo sin techo donde la historia no se cuenta, se pisa. Escuché a un niño preguntar: “¿Quién vivía acá?” Y la madre respondió: “La historia.”

Pero la historia ya no vive. Se vende en llaveritos.

Piazza Venezia: el ombligo del caos

La Piazza Venezia es la tormenta perfecta: tráfico, monumento, memoria. Desde allí, Mussolini alzaba la voz desde el Palazzo Venezia. Hoy, las voces son de bocinas. El Altare della Patria (1885–1935), con su mármol blanco y su pretensión de eternidad, celebra la Italia unificada.

Pero en la plaza, nadie recuerda qué se unificó. Roma no olvida. Pero tampoco insiste.

Fontana di Trevi: monedas para el olvido

Obra de Nicola Salvi, terminada por Giuseppe Pannini en 1762, la Fontana di Trevi es una ópera en piedra. Allí, Océano reina sobre un río de turistas. Tiré una moneda. Prefiero los milagros sin condiciones.

Vi a una influencer repetir su pose veinte veces. Su foto estaba perfecta. Ella, vacía.

Piazza di Spagna: escalinatas sin poesía

Las escaleras de la Piazza di Spagna, construidas entre 1723 y 1726 por Francesco De Sanctis, ya no llevan al cielo, sino al feed. Aquí murieron de belleza Keats y Shelley. Hoy, se muere de calor y falta de enchufes.

Una pareja se propuso matrimonio con drones. Roma, la eterna, firmó su propio contrato con el algoritmo.

Piazza del Popolo: el pueblo sin pueblo

Rediseñada en 1811 por Giuseppe Valadier, la Piazza del Popolo alguna vez fue la puerta de entrada a Roma. Hoy es escenario de postureo global. Dos iglesias gemelas observan sin fe, mientras un obelisco traído desde Egipto (siglo XIII a.C.) recuerda que el poder siempre se roba.

En medio, un hombre duerme. Quizás él sea el último romano auténtico.

Villa Borghese: el jardín descuidado

La Villa Borghese, finca del cardenal Scipione Borghese en el siglo XVII, guarda una pinacoteca con Caravaggio, Bernini y Canova. Pero su parque, afuera, está triste. Las fuentes no lloran. Las estatuas no posan.

El alma de Roma, allí, parece haber pedido licencia sin goce de sueldo. Pasean los que no quieren pagar entradas. O los que ya no pueden.

Epílogo:

Los emigrantes siguen llegando. De Siria vienen, con las manos vacías y los ojos llenos.

De África, con la piel del sol y la lengua del mar. De América Latina, con el acento herido y la esperanza intacta. Llegan a Italia, llegan a Roma. No para conquistarla, sino para sobrevivirla.

Roma se deja invadir. Como siempre. Porque Roma no cae, Roma se transforma. Se disuelve en los pasos de los que huyen, en los suspiros de los que esperan, en los silencios de los que no pueden volver.

¿Y la pizza? ¿Y la pasta? ¿Seguirán siendo el idioma del amor en esta tierra? ¿O un día despertaremos con el paladar nuevo, entre currys, dumplings y adobos? ¿Cambiará la comida, cambiará la cultura, o será Roma la que los devore a todos, a su modo, sin prisa, como ha hecho desde hace siglos?

Y bueno, yo me fui, sí. Pero Roma se quedó en mis sandalias gastadas. Como una ampolla: duele, pero enseña. Porque Roma no es una ciudad. Roma es una cicatriz que camina.