“El amor, la locura y el escondite”

A veces importa saber quién escribió un cuento. A veces no.

Hay cuentos que tienen dueño y nombre, como las casas con escritura notarial. Y hay cuentos que caminan por el mundo sin papeles, con la libertad de lo que no necesita firmarse.

Este es uno de esos. Se dice que fue Benedetti, que pudo ser Bucay, que tal vez fue Osorio. Pero no hay huellas claras, ni huella dactilar, ni firma en la última página. Solo hay palabras. Y si las palabras dicen la verdad —o al menos, una verdad que merezca ser contada—, tal vez baste.

Porque hay cuentos que no necesitan autor: se firman solos con la tinta del alma. Este dice así:

«Un día se reunieron en un rincón del mundo todos los sentimientos y cualidades del ser humano»

Estaban el Amor y la Locura. Y también la Verdad, la Pereza, la Envidia, el Egoísmo, la Generosidad, la Pasión, el Olvido... Cada uno con su ropa puesta y su historia a cuestas.

La Locura, como siempre tan ella, propuso un juego:

—¿Jugamos al escondite?

La Intriga arqueó la ceja, la Curiosidad se mordió las uñas y hasta la Duda dejó de dudar. El Aburrimiento bostezó, pero aceptó. Y la Alegría brincó como si la vida fuera una cuerda que siempre está girando.

—Yo contaré —dijo la Locura—. Cierro los ojos y cuento hasta un millón. Ustedes se esconden. Al primero que encuentre, le toca contar.

Y comenzó:

—Uno… dos… tres…

La Pereza fue la primera en rendirse. Se echó detrás de una piedra, y ahí se quedó, con su bostezo eterno.

La Fe se elevó al cielo, buscando un escondite entre las alas de los ángeles.

La Envidia se ocultó detrás del Triunfo, que había trepado hasta la copa más alta del árbol más alto.

La Generosidad no sabía dónde esconderse: cada lugar le parecía perfecto para otro. “Aquí debería esconderse la Belleza”, “este rincón es ideal para la Timidez”, “bajo ese rayo de sol, la Libertad sería feliz”. Y mientras pensaba en todos los demás, se olvidó de sí.

El Egoísmo encontró el escondite perfecto. Cómodo, ventilado y solo para él. Cerró la puerta con doble vuelta.

La Mentira se escondió en el fondo del océano. Bueno, eso dijo. En realidad, estaba detrás del arcoíris.

La Pasión y el Deseo cavaron una madriguera en el centro de un volcán.

El Olvido… bueno, no recuerda dónde se escondió.

Y el Amor… el Amor no encontraba lugar. Todo estaba ocupado, todo tomado. Hasta que vio un rosal. Sintió un escalofrío. Entró entre las flores y se ocultó allí, temblando.

—Novecientos noventa y nueve mil novecientos noventa y nueve… ¡Un millón! —gritó la Locura, y comenzó a buscar.

Encontró a la Pereza, dormida. A la Fe, conversando con Dios sobre pájaros. A la Envidia, delatando al Triunfo. A la Belleza, reflejada en un lago. Al Egoísmo, corriendo despavorido tras ser picado por avispas. A la Mentira, brillando donde nunca llueve. Al Olvido, olvidado.

Pero no al Amor.

Buscó bajo cada piedra, en cada nube, en la cueva del Miedo, en la sonrisa del Niño, en la última página del libro de la Esperanza. Nada.

Hasta que vio el rosal.

Se acercó con una horquilla. Apartó pétalos. Pinchó espinas.

Y entonces, un grito.

Las espinas habían herido los ojos del Amor.

La Locura no supo qué hacer. Lloró, rogó, se arrastró como un perro viejo. Y juró —con el corazón en carne viva— que sería su guía.

Desde aquel día, desde aquel juego mal jugado, el Amor es ciego. Y la Locura le acompaña siempre.