“La alegría y la tristeza”
Nacieron el mismo día, aunque nadie recuerda la fecha.
Dicen que fue en un amanecer nublado, con olor a tierra mojada. En el mismo instante en que una madre lloraba por la partida de su hijo, otra reía al ver nacer al suyo. Así llegaron al mundo: la alegría y la tristeza, sin separarse.
Desde entonces, caminan juntas.
Se buscan incluso cuando creemos que se han perdido. Una no vive sin la otra. Porque la alegría sin tristeza se vuelve ruido, y la tristeza sin alegría se vuelve pozo.
Una vez intentaron separarse.
La alegría se fue por su lado, vestida de colores, saltando de fiesta en fiesta. Pero con el tiempo, su risa sonaba hueca. Reía sin saber por qué, como si reír fuera un mandato. Fue entonces cuando entendió que solo había estado completa cuando la tristeza le daba pausa, silencio, profundidad.
Por su parte, la tristeza quiso probar la soledad.
Se escondió en habitaciones cerradas, se disfrazó de fortaleza y dejó de hablar. Pero un niño la descubrió. No le tuvo miedo. Solo le ofreció su compañía. Y la tristeza, por primera vez, se sintió vista. No consolada, no corregida. Vista. Y eso bastó.
Cuando volvieron a encontrarse, no dijeron palabra.
Solo se miraron. Y en ese cruce de ojos, comenzó la danza. Una se movía hacia la luz, la otra hacia la sombra. Pero no competían, se acompañaban. No se empujaban, se seguían.
Desde entonces, bailan dentro de cada uno de nosotros.
A veces sentimos solo una de ellas, pero la otra nunca está lejos. Habitan en los recuerdos, en los abrazos largos, en las pérdidas necesarias, en los reencuentros inesperados.
Epílogo
Es bueno ser sensibles. Porque la sensibilidad es el escenario donde bailan la alegría y la tristeza. Solo a través de ella podemos reconocer que ambas emociones no son opuestas, sino complementarias. Que no hay luz sin sombra, ni plenitud sin ausencia.
Una persona sensible no huye de la tristeza ni se aferra a la alegría. Aprende a escucharlas, a dejar que le hablen, a moverse con ellas sin temor. Ser sensible es saber que la alegría no siempre ríe, y que la tristeza no siempre llora. A veces, una aparece en los gestos de la otra.
Durante mucho tiempo se creyó que sentir era un signo de debilidad. Pero hoy sabemos que es todo lo contrario: quienes se permiten sentir con profundidad son más capaces de acompañar, de decidir, de comprender. Porque han danzado con ambas, y han sobrevivido a cada paso.
Aceptar la alegría y la tristeza es aceptar la vida tal como es: llena de contrastes, de matices, de música que cambia de ritmo. Y solo quienes bailan con ambas, encuentran su verdadero equilibrio.