La leyenda del inmortal

“Dicen que no es cuento, que no es fábula ni exageración. Dicen que es verdad.”

Me lo contaron personas de esas que no suelen mentir. Gente con cara de domingo, con voz de misa, con manos limpias. Gente de creer. Hay —o hubo, o está todavía— un ser sin fecha de vencimiento. Un hombre, quizás una mujer. Alguien que no se muere. Alguien que ha visto todo.

Vio nacer a Cristo y también su regreso desde la piedra cerrada. Vio arder Roma, caer imperios, levantarse otros, aún más crueles.

Estuvo cuando Colón se perdió buscando India y encontró América. Lo abrazó el Renacimiento, le sopló al oído la Revolución Francesa. Pisó trincheras en la Gran Guerra, se encandiló con Hiroshima.

No leyó los libros de historia: fue parte de sus páginas

No vio las películas del mundo: actuó en todas las escenas. Cenó con reyes, durmió con mendigos. Escuchó a Mozart, a Marley y a la metralla. Abrazó santos, saludó dictadores, sobrevivió a todos.

Pero quienes hablaron con él —muy pocos, poquísimos— dicen que está roto. Que es una sombra que camina. Que la eternidad le pesa como piedra. Dicen que llora sin lágrimas y que sonríe sin boca. Dicen que está solo, tan solo como nadie nunca.

Y cuando alguien se atreve a preguntarle por qué, por qué la tristeza, él responde sin rabia, pero con ceniza:

Todo lo que amé, murió. Mis padres, mis hijos, mis nietos, mis amores. Mis amigos, mis enemigos, mis perros. Todo se fue. Y yo quedé. Siempre yo. Y ya no hay nadie a quien contarle un chiste o un secreto. Nadie que me pregunte cómo estoy y realmente quiera saberlo.

Dice que lo peor no es la soledad, ni siquiera el tiempo. Lo peor —dice— es el eco

Porque el mundo gira, pero en círculos. Y el ser humano tropieza con la misma piedra, aunque cambie de nombre. Vuelve el odio, vuelve la guerra, vuelve la codicia. Las mismas heridas con distinto uniforme.

He visto siglos —dice—. Y todo se repite. Cambian las máscaras, pero la obra es la misma.

No sabe por qué no puede morir. No sabe quién lo condenó a vivir tanto

No hay castigo, ni crimen. Simplemente está. Y lo dice sin dramatismo, como quien comenta el clima:

-La inmortalidad no es el paraíso. Sabe más bien a castigo.  Es un infierno sin fuego, sin gritos. Es una celda sin barrotes, pero sin salidas. No hay gloria en vivir para siempre. No hay épica, ni consuelo, ni milagro. Sólo hay memoria. Y la memoria, cuando es demasiada, también mata.

A veces, en los días donde el sol no calienta ni al recuerdo, se acuesta en la tierra y se finge muerto. Cierra los ojos, deja de respirar, y sueña con una tumba sin flores ni nombres.

Pero el tiempo no lo deja

Le despierta el canto de los pájaros que ya no reconoce. Los idiomas cambian, las ciudades cambian, y él sigue ahí, mudo en medio del ruido. Ha intentado olvidarse a sí mismo. Perderse en la muchedumbre, diluirse en las multitudes.

Pero ni el olvido lo quiere. Y así camina. Como quien busca una puerta en una casa sin paredes. Como quien mendiga un final en un mundo que no le concede cierre.

Porque lo único que desea —y no puede— es lo que todos temen: morirse de una vez, desaparecer sin crónica ni estatua, descansar. Ser, por fin, nadie.