¿Cómo se activa el deseo?
(según un bioquímico que nunca firmó sus hallazgos)
El fósforo y la chispa
Decía el bioquímico —ese que trabajaba con tubos de ensayo, pero escribía como poeta en los márgenes de sus cuadernos— que el deseo no nace, se enciende. Y se enciende en el cerebro, no en la entrepierna. Es el hipotálamo el que ordena liberar dopamina, la molécula del anhelo, del «acércate más». El cuerpo reacciona: la piel se eriza, el corazón se apresura, y hasta el silencio se vuelve eléctrico. Pero lo que no decía la ciencia, lo decía su sombra: el deseo también se aprende. Lo que nos enseñaron a desear —el tipo de cuerpo, el tono de voz, la forma de mirar— no nació con nosotros. Lo sembró la cultura, lo regó la publicidad, lo podó el miedo.
La atracción: el encuentro entre lo que huelo y lo que recuerdo
Más allá de las hormonas, la atracción es un cruce entre química y memoria emocional. La testosterona y el estrógeno preparan el cuerpo; las feromonas lanzan señales que nadie ve. Pero el cerebro, sabio en sus trampas, busca patrones antiguos. A veces nos atrae lo que se parece a una herida. A veces, lo que promete curarla. Lo que creemos amor a primera vista es, en realidad, una asociación rápida entre lo que sentimos y lo que alguna vez sentimos parecido.
El enamoramiento: droga con nombre propio
Enamorarse es químico y violento. Dopamina, norepinefrina y oxitocina hacen del otro una necesidad. El juicio se apaga. La lógica también. Amar, decía el bioquímico, es una forma elegante de volverse adicto. Pero también decía —mientras miraba una foto ajada— que no todo era biología. Que el amor que arde también se alimenta de símbolos, gestos, rituales. Y tenía razón: no solo amamos al otro, amamos la historia que creemos vivir con él.
El amor que se queda: brasas, no fuego
Cuando baja la tormenta, si queda algo, se llama apego. La oxitocina y la vasopresina ahora sostienen lo que antes encendía. Es un amor que ya no quema, pero abriga. Y ahí entra lo social: La idea de pareja, de exclusividad, de «para siempre» no es química: es historia. Una invención moderna. Una construcción que cambia con los tiempos y con los cuerpos.
¿Y de dónde viene todo esto?
De muchas partes.
- Viene del cuerpo, que busca placer.
- Viene del alma, que busca sentido.
- Viene del pasado, que empuja.
- Viene de los cuentos que nos contaron, y que aún creemos sin darnos cuenta.
Porque sí: el amor tiene explicación. Pero también tiene misterio. Y en ese cruce entre ciencia y símbolo, entre hormonas y promesas, vive el deseo que todo lo mueve.
Epílogo: Lo que la ciencia no mide
El bioquímico —ese que conocía el nombre de cada molécula, pero no sabía decir “te extraño” sin temblar— admitía en voz baja que la química explica, pero no alcanza. Podía trazar gráficos de dopamina, describir el ciclo de la oxitocina, predecir cuánto dura el fuego en el cerebro. Pero no sabía por qué un perfume nos parte el alma, por qué un adiós puede doler más que una herida, ni cómo un abrazo puede curar el cansancio de un año entero.
«Hay algo que se escapa», decía, mirando el café que ya no compartía con nadie. «Algo que no está en el microscopio, ni en los libros, ni en los genes.» Porque hay un lugar donde la biología termina y empieza el misterio. Un territorio donde la historia personal, el azar y el lenguaje hacen su parte. Un rincón del alma donde el amor, a pesar de todo, no se deja atrapar del todo por la ciencia. Y tal vez —solo tal vez— eso sea lo más hermoso.