Una advertencia global: Gaza y el límite del sufrimiento
Hay momentos en los que la historia se detiene y, en ese silencio que precede a la conciencia, se escucha un grito.
No uno que venga de las armas ni de los discursos políticos, sino un clamor hondo, humano, que atraviesa fronteras y protocolos. Es el grito de Gaza, donde el sufrimiento ha dejado de ser un dato para convertirse en umbral.
Desde el 7 de octubre de 2023, más de 59.000 palestinos han muerto en la Franja de Gaza. Muchos de esos cuerpos no tienen nombre, pero todos tienen una historia: un hogar destruido, una familia rota, un instante en el que la vida se apagó sin aviso. Esta cifra, estremecedora por sí sola, no alcanza a expresar la magnitud de una herida abierta que el mundo ha elegido mirar solo de reojo.
Este lunes 21, veinticinco naciones —entre ellas el Reino Unido, Francia, Canadá e Italia— firmaron un comunicado que no se conforma con medias tintas ni frases diplomáticas. Es un documento que, por su tono y urgencia, bien podría ser un parte de guerra moral. Reclaman lo que a estas alturas ya no puede postergarse sin traicionar nuestra condición de seres humanos: un alto el fuego inmediato, incondicional, permanente.
El dolor no tiene un solo rostro
El horror no empezó el 7 de octubre, pero ese día marcó un nuevo abismo. El ataque de Hamas contra civiles israelíes fue una atrocidad, una forma vil de terrorismo que merece una condena absoluta, sin matices. No hay causa que justifique la masacre de inocentes. Pero el horror tampoco terminó ahí.
El principio de proporcionalidad, fundamento del derecho internacional humanitario, no es un tecnicismo jurídico. Es una frontera moral. Responder a la barbarie con una destrucción masiva e indiscriminada no es defensa: es castigo colectivo. Y en Gaza, lo que hemos visto —y seguimos viendo— es la desproporción convertida en estrategia.
Cuando un Estado con uno de los ejércitos más poderosos del mundo responde con una furia que arrasa barrios enteros, destruye hospitales, bloquea ayuda humanitaria y deja decenas de miles de muertos —la mayoría mujeres y niños—, la pregunta ya no es táctica ni política: es ética. ¿Dónde termina el derecho a la legítima defensa y dónde comienza el crimen sostenido?
Donde ya no hay metáforas
Más de 800 palestinos murieron intentando algo tan simple como conseguir agua o un poco de pan. Sus cuerpos, esparcidos junto a camiones de ayuda, no son solo víctimas: son símbolos de una línea que la humanidad no debió haber cruzado. El comunicado no titubea al señalar a Israel. Habla de la ayuda que llega a cuentagotas, de los obstáculos sistemáticos al socorro, de un cerco que se ha vuelto asfixia. Llamarlo “inaceptable” es poco. Es la forma última de la indiferencia organizada.
Los rostros ocultos del conflicto
En esta guerra, no hay dolor puro ni limpio. Los rehenes tomados por Hamas siguen en cautiverio desde aquel octubre sin amanecer. Su sufrimiento también duele, también clama, también cuenta. Pedir su liberación no es incompatible con exigir el fin del asedio. Es, al contrario, la única forma de resistir a la lógica perversa de quienes reducen la vida humana a un instrumento.
La propuesta de crear una “ciudad humanitaria” para trasladar a la población palestina suena, en el fondo, como una resignación envuelta en tecnocracia. Desplazar a una comunidad entera no es alivio: es despojo. Y ningún campamento puede ser sustituto de una tierra.
Mientras tanto, la expansión de los asentamientos israelíes continúa, alimentando la fractura. Colonizar no es construir: es dominar. Cada casa levantada sobre la negación del otro erosiona la posibilidad de una paz justa, de dos Estados que compartan el horizonte.
Epílogo o advertencia final
Lo que ayer se decía en voz baja, hoy se grita con urgencia. El tiempo se agota, y esta vez no es una metáfora. Se agota porque cada día trae consigo la muerte de más inocentes. Se agota porque la moral del mundo también tiene un límite, y quizá estemos ya a punto de cruzarlo.
Este llamado no es solo una declaración diplomática. Es un espejo, y en él no se reflejan los Estados, sino nuestras propias decisiones. ¿Cuánto más dejaremos que se prolongue esta hemorragia? ¿Cuántas vidas más antes de actuar con la determinación que exige la tragedia?
El costo de la inacción ya no es solo político. Es, ante todo, humano. Y lo verdaderamente insoportable no es lo que está ocurriendo allá, en Gaza, sino lo que está ocurriendo aquí, en nosotros, mientras permitimos que todo esto siga ocurriendo.