Pasó un año y ya no es mío

El primer latido

Hace un año, A Malasia con un Tango dejó de ser solo mío. Lo solté, como se suelta a un hijo cuando ya aprendió a caminar. Temblando un poco, claro. Porque uno escribe con el cuerpo, pero publica con el alma desnuda. Y lo que late entre esas páginas no es literatura pura: es vida vivida, dolida, bailada.

No lo soñé para las vitrinas ni lo escribí pensando en premios. Lo escribí porque tenía que salir. Porque si no, me ahogaba. Y hoy, al mirar atrás, veo no solo el camino recorrido por el libro, sino el que recorrí yo para llegar a él.

De dónde vengo

No vengo de cátedras ni de grandes apellidos. Vengo de noches con frío y calles con más piedras que certezas. Aprendí a escribir escuchando los silencios de los que no tienen voz, y a leer el mundo en los ojos ajenos. Así nació este libro: entre la caricia de un recuerdo y la patada de una injusticia.

Lo que llaman éxito, si algo de eso hay, no está en los números. Está en haber sobrevivido al desamparo sin perder la ternura. En haber dicho lo que urgía decir, con palabras limpias y verdad sucia. Está en haber llegado hasta aquí, desde allá.

Las venas

Durante este año, A Malasia con un Tango fue encontrando sus propios lectores. Algunos me escribieron, otros me hablaron, y varios más me abrazaron sin palabras. Y en cada uno de ellos, mi historia se volvió también un poco suya. Como si lo que escribí con mi sangre pudiera latir en la piel de otros.

Esa es, para mí, la mayor alegría: saber que el libro no quedó en un estante, sino que viaja. Que entra en casas, en noches, en penas. Que alguien lo subraya, lo relee, lo presta con cuidado o lo guarda como se guarda un secreto.

Gracias

Gracias a quienes se dejaron tocar por este viaje de tinta. Gracias a los que no buscaron perfección, sino verdad. Gracias a quienes entendieron que este libro no es una postal turística, sino una carta escrita desde las entrañas.

Un año ya. Y yo, todavía, sigo bailando con ese tango en los pies y en la memoria.