Volumen máximo, paciencia mínima
Vivimos en una época fascinante.
El ser humano logró enviar sondas al espacio profundo, desarrollar inteligencia artificial, imprimir órganos en 3D… y, sin embargo, no logra comprender el sencillo concepto de “hablar en voz baja cuando estás en público”. Más específicamente, cuando tenés auriculares puestos y creés que, por arte de magia, tu voz también se vuelve inalámbrica. Spoiler: no. No lo hace.
Los protagonistas de esta historia moderna son :
Los que caminan por la calle, viajan en el tren, están en los consultorios, en el bar, o sea: en todas partes, auriculares bien metidos en los oídos y celular en mano, como si fueran los dueños de la vía pública.
Y claro, gritan. Gritan fuerte. Gritan todo. Con un nivel de detalle que hace que uno se entere de cosas que jamás pidió saber. Como, por ejemplo:
– «No, pero yo le dije que no voy a la pileta con la tía Mirta, porque después empieza con el monólogo del colon irritable.»
Gracias por la información médica familiar. Anotado.
O aquel muchacho convencido:
– «Te digo que, si otra vez me deja los fideos al dente, yo me voy a vivir con mi primo. Él sí sabe cocinar.»
Una amenaza doméstica de alto calibre. Desde el andén del tren.
Y el clásico:
– «Le dije que no estoy para relaciones serias. Estoy para disfrutar, ¿me entendés? ¡Dis-fru-tar!»
Eso. Que no quede ninguna duda. Que lo sepa toda la fila del supermercado.
Pero hay una versión todavía más inquietante:
Los que no están hablando con nadie, o al menos no parece. Van solos, auriculares puestos, hablando con voz de presentador de programa de concursos:
– «¡Listo, lo subí al drive! ¡Vamos todavía! ¡Vamos equipo!»
Sí, señor. Usted subió un archivo y lo festejó como si hubiese ganado el oro olímpico. Ojalá tenga su medalla.
El problema no es que hablen.
El problema es que lo hacen como si estuvieran solos… cuando claramente no lo están. Uno va caminando tranquilo, y de golpe se entera que el gato se llama Gasparín, que duerme con frazada térmica, y que le dan gotas para la ansiedad. Todo esto, gritado con una convicción que envidiaría cualquier actor de teatro.
Epílogo
En un mundo donde tanto se habla de privacidad, resulta irónico que haya gente contando su vida completa con auriculares puestos y volumen de estadio. Tal vez sea una forma de sentirse escuchados. O simplemente una necesidad urgente de protagonismo.
Sea como sea, el resto de nosotros –los oyentes involuntarios– pedimos lo mínimo: poder caminar sin tener que enterarnos si el tupper quedó en lo de tu ex o si la ensalada rusa te cayó mal. Y ya que estamos: sí, el huevo duro va en la heladera.