Historias desparejas
A Tomás le pasó. Lo vi desgastarse durante meses. Años.
Al principio pensó que eran celos normales de Carla. Después entendió que era otra cosa. Ella no confiaba en nada. Ni en lo que él decía, ni en lo que hacía, ni en lo que sentía. Vivía en guardia, como si todo el tiempo esperara una traición. Y lo peor: no necesitaba pruebas. Con una mirada o un silencio, le bastaba para armar una historia.
Tomás intentó entenderla, justificarla, incluso cambiar. Pero la desconfianza no aflojaba. Y todo terminó como siempre termina cuando hay miedo, control y sospechas: mal.
Un día la descubrió revisándole los mails.
Carla se hizo la distraída. Otro día la encontró con su celular en la mano. No le quedó otra que confesar: sospechaba que él le era infiel. No tenía pruebas. Todo estaba en su cabeza. No podía dejar de desconfiar.
Las personalidades paranoides viven en alerta.
Ven peligro donde no lo hay. Piensan que nadie es confiable, ni los amigos, ni los compañeros de trabajo, ni la pareja. A veces hay hechos que lo explican. Muchas veces, no. Pero su desconfianza arruina todos los vínculos. El de pareja, el más afectado.
Son cautelosas, tensas. Siempre atentas. Interpretan gestos, palabras, silencios, como amenazas. No están fuera de la realidad. Son personas conscientes, que trabajan, estudian, cuidan a sus hijos. Pero su mirada está teñida por la sospecha. Nada ni nadie se salva: padres, pareja, amigos, trabajo.
Carla vivía buscando pruebas. Armaba teorías a partir de cosas mínimas: una mirada, una salida, un mensaje. No olvidaba. Conectaba todo. Guardaba rencor. No explotaba, pero cuando hablaba, lo hacía con frialdad. Según los estudios, este tipo de personalidad afecta más a varones, pero también aparece en mujeres.
Ella revisaba celulares, mensajes, redes. Estaba atenta a cada movimiento.
En la intimidad, los celos la excitaban. Mezclaba deseo con enojo. Fantaseaba con la traición. Hacía preguntas que no buscaban respuestas, sino confirmaciones: “¿Te acostás con otra?”, “¿Quién te gusta más que yo?”. Podía parecer desinhibida, pero no confiaba. Si Tomás proponía algo nuevo, lo tomaba como una amenaza: “¿De dónde sacaste eso?”, “Seguro se lo hiciste a otra”.
Buscaba una pareja que se dejara manejar.
No toleraba la independencia. Le costaba aceptar los cambios. Al principio se mostró dulce, encantadora. Pero con el tiempo apareció el control, la rigidez, la desconfianza.
Tomás intentó hablar. Le dijo que así no se podía seguir. Sin rodeos. Pero Carla no lo aceptaba. Para ella, el problema eran los demás. Nunca ella. Su manera de ver el mundo le parecía lógica. Todo lo justificaba. A veces, en otras personas, hay lugar para el diálogo. Para el miedo, incluso. El temor a quedarse sola puede abrir una puerta al cambio. Pero no fue este caso.
A veces, la desconfianza nace de algo real: una traición, una mentira.
Entonces, el pasado invade todo. Aparecen el reproche constante, los celos, el rencor. La confianza se rompe y todo se vuelve control: horarios, mensajes, llamadas. Pero vigilar no repara. Solo empeora. Si deciden seguir, tienen que comprometerse los dos. Sin ese acuerdo, no hay forma de sanar.
El miedo a repetir el pasado bloquea el presente.
La clave es volver al “aquí y ahora”. Evaluar lo que hay. Ver lo que falta. Cortar con frases hechas: “los hombres siempre engañan”, “si una vez lo hizo, lo va a volver a hacer”. Nadie es igual a otro. Cada persona tiene su historia. Y ninguna relación se construye con suposiciones.
Con el tiempo.
Tomás entendió que no podía hacerle frente a una desconfianza que venía de antes, que no tenía que ver con él, sino con la historia de Carla.
Que no había nada que pudiera demostrar, porque la sospecha no se calmaba con pruebas, sino con trabajo personal, con ayuda, con límites. Él lo intentó todo para salvar esa vida juntos.
Hoy está en otra relación. Más tranquila, más real. Aprendió algo clave: el amor no puede construirse bajo vigilancia. Cuando hay control, no hay vínculo. Y sin confianza, no hay nada.