La pasión: el fuego que enciende y devora
Hay palabras que no solo se dicen: nos habitan, nos sacuden. Pasión es una de esas. No se pronuncia desde la razón, sino desde las entrañas. Es una llama viva que no se piensa: se siente. No es un concepto: es una irrupción, un estremecimiento que nos desordena, nos invade y, a veces, nos arrastra fuera de nosotros mismos.
La pasión puede ser chispa que da vida… o incendio que arrasa.
El instante en que todo arde
No llega con aviso. No toca la puerta. Irrumpe. Se impone como un relámpago que estremece la estructura interna. Puede brotar por alguien, por algo, por un sueño o una idea. Pero siempre tiene un sello: intensidad absoluta. En su presencia, la lógica se diluye.
Nada apasionado es moderado. La pasión no conoce la tibieza. Cuando toma lugar, traza una línea tajante entre lo esencial y lo que ya no cuenta. Su mirada es total: toda gira en torno al deseo.
El deseo desbordado
A diferencia del amor —que construye, que cuida— la pasión quiere poseer. No espera, no negocia. Es hambre pura. Urgencia. Ansia que arde. Y por eso, también, suele doler. Porque nos confronta con lo que no podemos controlar: el otro, lo real, lo imposible.
La pasión es deseo cuando se emancipa del yo. Ya no sirve: manda. Y en ese mandato, emerge una tensión feroz entre lo que uno quiere, lo que puede y lo que debe.
Entre el goce y el abismo
Toda pasión lleva consigo una dosis de sufrimiento. A veces porque no encuentra eco. Otras, porque incluso correspondida, arrastra un temor que late en silencio: el miedo a que se apague. Lo apasionado se vive con una certeza cruda: su fugacidad. Como un fuego: alumbra… pero consume.
A menudo deseamos aquello que se nos escapa. Porque lo imposible tiene un brillo que lo real nunca alcanza.
Cuando la pasión encarcela
La pasión, si no se reconoce, puede volverse cárcel. Obsesión. Desvío. Puede empujarnos a abandonar lo que somos, lo que creemos, lo que amamos… por alguien, por algo, por un espejismo. Por eso, vivir la pasión sin sucumbir requiere lucidez: preguntarse qué se busca, qué se proyecta, qué se anhela de verdad.
Muchas veces no amamos al otro, sino la imagen que en él depositamos. No perseguimos el sueño, sino lo que simboliza.
El arte de no perecer en su fuego
La pasión puede ser impulso, pero no brújula. Se puede vivir con fuerza, sí, pero también con conciencia. No se trata de negarla, sino de nombrarla. De entender lo que sentimos. De atravesarla. De integrarla.
Porque cuando el deseo se junta con la reflexión, la pasión deja de devorar… y empieza a nutrir.
Epílogo: cuando la llama se vuelve faro
La pasión, como el fuego, puede devastar… o iluminar. Todo depende de si sabemos mirarla a los ojos. Si podemos sostener su brillo sin cegarnos. Si descubrimos lo que verdaderamente buscamos detrás de su intensidad.
Quizá no se trate de someterla, sino de comprenderla. Solo entonces se transforma en potencia creadora. Ya no nos consume: nos enciende. Nos recuerda que estamos vivos. Que aún podemos temblar. Y a veces, temblar… es el primer gesto del despertar.