Amar no se hereda, se aprende
Nadie nace sabiendo amar. Por más poético que suene decir que venimos al mundo con el amor en el alma, la verdad es otra: el amor se aprende. Se moldea con gestos, con palabras, con silencios. Y el primer modelo que tenemos de eso no es un libro, ni una historia de ficción.
Es lo que vemos en casa. Es cómo se aman —o no se aman— nuestros padres.
El primer espejo
Cuando un niño crece, lo que observa no lo cuestiona. Lo copia. Lo absorbe como verdad. Y si ese niño ve gritos, frialdad o distancia entre sus padres, probablemente crezca creyendo que el amor duele, o que amar es estar ausente, o que hay que callar para no molestar. Pero si ese niño presencia ternura, respeto, cuidado, no necesita explicaciones. Ya entendió que amar también puede ser algo sereno, algo que no hiere.
Así, sin darnos cuenta, el amor que damos de grandes está hecho del amor que vimos de chicos. Y no siempre es un buen molde.
El amor como herida o refugio
Muchos llegamos a la adultez con formas de amar que, en vez de acercar, lastiman. No porque seamos malos, sino porque nadie nos enseñó de otra forma. Quizás tuvimos padres distantes, que no sabían decir “te quiero” sin incomodarse. O tal vez crecimos entre peleas, puertas que se cerraban fuerte y abrazos que no llegaban nunca.
Entonces buscamos afuera lo que no tuvimos adentro. Pero repetimos, sin querer, lo que vimos. Porque uno ama como puede, no como quiere.
Romper el molde
Lo más difícil no es amar. Es desaprender lo que nos enseñaron como amor. Es tener el coraje de mirarse y decir: “esto que hago, ¿es amor o es miedo?”, “¿estoy repitiendo lo que vi o eligiendo algo distinto?”
Romper ese molde duele. Porque es romper con la historia que nos formó. Pero también es la única manera de que el amor no sea un eco del pasado, sino una decisión del presente.
Epilogo: enseñar con el ejemplo
Si algo podemos hacer mejor que nuestros padres, es esto: mostrar que el amor no tiene por qué doler. Que se puede amar sin miedo. Que se puede hablar, abrazar, escuchar. Que el amor también puede ser refugio. No importa si aprendimos tarde. Lo importante es que todavía estamos a tiempo de enseñar.
Y quizá, algún día, nuestros hijos aprendan de nosotros una forma distinta de amar. Una menos rota. Una más libre.
Texto inspirado en reflexiones del psicoanalista argentino Gabriel Rolón.