Historias verdaderas: “La adicción de Lalo”
A Lalo lo conocían más por sus silencios que por sus historias.
Nunca hablaba mucho, pero cuando lo hacía dejaba una frase que quedaba flotando una semana. Como esa vez que dijo que no podía sentarse a tomar un café con una mujer sin pensar cómo sería terminar en su cama.
Francisco, en el documento. “Lalo”, desde la primaria. Un tipo normal, de barrio, que aprendió a afeitarse solo y a no llorar en los velorios. Pero con un sistema interno que —según él— venía mal calibrado de fábrica.
Un radar siempre encendido. En cualquier reunión, en cualquier ascensor, en cualquier saludo, algo en él encendía una alarma. Una especie de urgencia de cazar, aunque no quisiera hacerlo.
Durante años confundió intensidad con interés.
Si una mujer le sonreía, ya imaginaba tres escenas futuras y ninguna tenía diálogo. No era por falta de educación, ni por machismo crudo, ni por ser un “pirata” —aunque muchos le dijeran eso con envidia camuflada—. Era algo más profundo, casi biológico.
Lalo decía que su cerebro era como un perro de caza: no importaba si estaba lleno o cansado, siempre olfateaba algo nuevo. Y lo peor era que no podía frenar. Terminaba enredado, cansado, solo. Una y otra vez.
Un psicólogo, de esos de diván y anteojos, le mostró un estudio con cerebritos de colores y palabras como “sistema de recompensa” y “hiperactivación”. A Lalo eso le importó poco, pero al menos supo que no era el único.
Hoy casi no se encuentra con ninguna mujer.
No por enojo, ni por rencor, ni porque se haya vuelto un monje. Es por miedo. Miedo a que ese deseo automático se despierte otra vez y le haga perder el control. Miedo a que, en vez de mirar a alguien como una persona, la vea como un objetivo.
Antes, en cada conversación con una mujer, Lalo sentía que había que ganar algo. Como si todo fuera una competencia muda en la que él se anotaba solo. Pero ganar no lo dejaba contento. Solo más vacío.
Por eso se corrió. De los bares, de las citas, de los almuerzos con excompañeras. Se volvió esquivo, casi invisible. “Prefiero no tentar a la fiera”, dice.
Durante un tiempo, se llenó de explicaciones:
Que era joven, que era pasión, que tenía sangre caliente.
Pero las excusas empezaron a resquebrajarse cuando ya no tenía a quién llamar después de las 10 de la noche. Ni con quién compartir un silencio que no incomodara.
Un día se miró al espejo, se dijo “ya está”, y dejó de hacerse el idiota. Anotó en un papel lo que sentía y lo guardó en la billetera como si fuera un documento nuevo:
“No es que no me gusten las mujeres. Es que no me gustaba quién era yo cuando estaba con ellas.”
Cuando lo raro tiene nombre
Cuando escuchó que la Organización Mundial de la Salud (OMS) había puesto nombre a eso que él vivía como un secreto sin forma, respiró hondo.
No lo gritó a nadie. Pero supo que no estaba solo. Y que lo suyo no era pecado, ni debilidad, ni vicio.
Era otra cosa. Una lucha diaria. Una cuerda floja. Y Lalo, por fin, había aprendido a caminar con cuidado.
Sigue en terapia.