Relatos breves: “cuando es necesario partir”
Luisa, 41 años, abogada. Durante años ganó lo suficiente —ni más ni menos— para vivir sin apuros. Defendió casos con tenacidad, acumuló victorias discretas y amores intensos. Los justos para no aburrirse, pero sin estrenar vestido de novia.No tuvo hijos; tuvo clientes, que ahora también deja junto con su piso y su coche.
No se va huyendo de deudas ni de derrotas: se va cansada. Cansada de un país que, según ella, lleva décadas en un delirio crónico. Lo suyo no es un arrebato, sino una sentencia dictada con calma: cuando la vida se encoge y la tierra conocida ya no alcanza, hay que cambiar el mapa.
El día que me picaron los pies
—Pensé que era cansancio, estrés… —dice Luisa, con esa calma de quien ya decidió y no necesita convencer a nadie—. Pero no. Era algo más hondo. Una inquietud que no se calmaba ni con vacaciones, ni con yoga, ni con cenas caras. Una sensación de que acá ya había agotado todos los casos, todas las sentencias, todos los amores posibles. Como si la voz interior dijera: “Luisa, este tribunal ya lo ganaste; ahora cambiá de jurisdicción”.
Cuando la casa se te encoge
—El departamento seguía igual: la biblioteca con los códigos subrayados, la cafetera lista, las plantas disciplinadas. Pero un día lo sentí chico. El pasillo parecía angosto, el balcón no alcanzaba. Afuera, lo mismo de siempre: el portero saludando sin ganas, el noticiero hablando del dólar como si fuera el parte del clima, la esquina rota que nadie arregla. Y pensé: si me quedo, me marchito.
Cortar sin traicionarse
—Acá creen que irse es deslealtad. Que la patria es una madre y hay que cuidarla, aunque te descuide. Pero hay afectos que sostienen y otros que estrangulan. Yo me iba por respeto propio, no por desprecio. Duele igual… porque uno no corta sólo calles y costumbres; corta cumpleaños, voces conocidas, el calor que tiene hasta la discusión en la sobremesa.
Viajar liviano
—La nostalgia es equipaje de mano, pero pesa como valija de plomo. Me llevé lo justo: un par de expedientes viejos que me marcaron, un pañuelo heredado, un perfume que siempre me recuerda a algo bueno. Lo demás, quedó. No es olvido: es hacer espacio para lo que todavía no sé qué va a llegar.
No mirar atrás
—El día que me fui, no me acerqué a mi café habitual. Sabía que con el olor a medialunas calientes me daba vuelta. Así que cerré la puerta como quien archiva un caso: sin dramatismo, sin notas al pie. Caminar hacia el aeropuerto fue como dictar una sentencia que nadie apelará.
Epílogo: el viaje es uno mismo
—No todos lo entienden. Esto de irse es para quienes sienten que la vida se achica y que la única forma de agrandarla es cambiar el mapa. Yo no me fui para dejar mi ciudad; me fui para que mi vida siga siendo mía. Y si me preguntan si valdrá la pena… no tengo pruebas. Pero prefiero averiguarlo a quedarme con la duda prescribiendo en mi escritorio.