“La piel sabe”

Él la vio llegar sin prisas, como si trajera en la cintura un reloj que medía otro tiempo. No saludó, y en esa ausencia de palabras estaba ya la primera caricia: la de una mirada que no se aparta.

El aire cambió antes de que se tocaran. Traía el olor tibio de su cuello, un leve perfume que parecía recordarle inviernos junto al fuego y veranos junto al mar. La respiración se le volvió un oficio delicado: absorberla sin que se notara.

Ella se acercó, y en ese acercarse había roce, aunque no hubiera contacto. Los cuerpos saben anticipar lo que la mente todavía no admite.

Cuando sus manos por fin se encontraron, no se buscaron, se reconocieron. La yema de un dedo recorrió la curva de un hombro, como quien sigue el cauce de un río lento. Él sintió que no tocaba piel, sino que tocaba un recuerdo, algo que había esperado años para volver a despertar.

El beso no fue un accidente ni una conquista. Fue un pacto.

La boca de ella, cálida y húmeda, se abrió apenas lo suficiente para invitarlo a entrar. La lengua, curiosa, probó sabores que no estaban en ningún libro de cocina: un poco de miedo, un poco de risa, un poco de hambre.

Ella apoyó la palma en su nuca, acercándolo más, y ese gesto fue más elocuente que cualquier palabra. Él dejó que sus dedos bajaran por la espalda, sintiendo cómo cada vértebra era una campana que sonaba para él.

La imaginación se volvió cómplice y descarada.

Inventó escenarios: sábanas arrugadas, respiraciones aceleradas, sombras moviéndose en paredes blancas. Y lo hizo mientras cada caricia real se mezclaba con otra inventada, hasta que la frontera entre lo que ocurría y lo que deseaban dejó de importar.

Hubo un momento en que se quedaron quietos, respirando el calor del otro. Pero esa quietud estaba llena de electricidad, como un trueno que todavía no cae. Él rozó con los labios la línea de su mandíbula, bajando despacio hasta encontrar el hueco suave donde late la sangre. Ella cerró los ojos y se inclinó hacia él, como si todo su cuerpo estuviera diciendo .

En ese instante entendió que el deseo no siempre es un incendio. A veces es un tejido fino que se enreda entre piel y piel, un pulso que viaja de una mano a otra, una palabra que no se pronuncia, pero se muerde.

Cuando se separaron, el mundo estaba intacto… pero distinto. El aire sabía a ellos. Y aunque no se dijeron nada, sabían que algo había quedado marcado, invisible, en el lugar exacto donde una caricia termina y empieza otra.

Porque hay besos que mueren en la boca, y otros que se quedan viviendo, ardientes, bajo la piel.

Epilogo:

Juan se despertó empapado en sudor y con el pecho agitado, como si hubiera corrido kilómetros sin moverse de la cama.

El cuarto estaba oscuro, pero aún podía sentir la luz cálida de ella pegada a su piel, esa mujer que nunca conoció y que, sin embargo, volvía de vez en cuando para recordarle que la pasión no se inventa: se reconoce.

Aún tenía en la boca el sabor de su beso, tan vivo que dudó si había sido un sueño. El aire, pesado y tibio, parecía conservar la forma de su cuerpo ausente. Afuera, la ciudad seguía dormida; adentro, él aún ardía.

Se llevó una mano al cuello, buscando sin querer la huella invisible de su contacto. Cerró los ojos y dejó que la respiración lo llevara de nuevo hasta ella, sabiendo que no volvería esa noche… pero que regresaría.

Porque hay pasiones que no piden permiso para quedarse. Y la piel, lo sabía. No olvida.