“La consulta médica”
Antonio se levantó temprano aquel martes. Había pasado la semana anterior con una inquietud difícil de nombrar: un ligero temblor del alma frente a la cita con la sangre, con esa cita que exige entregarse a las agujas, a las batas blancas y a los números impresos en columnas exactas y frías. Cada cifra parecía tener el poder de juzgarlo, y por eso, en el umbral del centro de salud, sintió en su estómago el nudo habitual.
El trámite fue breve: una orden entregada, un pinchazo fugaz, un algodón presionando su brazo derecho. Luego, la espera.
Días después, ya en la consulta, Antonio volvió a sentir el mismo desasosiego.
Frente a él, el doctor Serrano, un hombre de canas serenas y mirada transparente, recorría con calma la pantalla del ordenador. Antonio buscaba en sus gestos la sombra de una mala noticia, como si el rostro del médico pudiera revelar el destino.
—Bueno, Antonio —dijo al fin, con una sonrisa tranquila—. Felicidades. Todo está en orden.
Y fue enumerando, con voz precisa, las cifras que a Antonio se le antojaban jeroglíficos: colesterol perfecto, triglicéridos estupendos, glucosa de manual, creatinina y urea sin tacha, ácido úrico en paz, hemoglobina alta y fuerte, transaminasas dóciles, ferritina abundante.
Antonio respiró aliviado, aunque aún sentía que esos números eran un idioma secreto, inaccesible.
—Doctor —se atrevió a decir—, me alegra, pero confieso que esta colección de cifras siempre me abruma. ¿De verdad hablan de mí, de mi vida?
Serrano entrelazó las manos, como quien está a punto de revelar un secreto que trasciende lo clínico.
—Hablan de ti, y de mucho más de lo que imaginas. Déjame contarte. Lo que medimos en tu sangre son las huellas de la vida misma: la glucosa que arde como combustible, la creatinina y la urea que cuentan el trabajo silencioso de tus riñones, el hierro que transporta oxígeno, el hígado que actúa como laboratorio incansable. Pero hay algo más hondo: cada uno de esos elementos, Antonio, proviene del universo.
Entonces el doctor, con la naturalidad de un maestro, lo condujo hacia un horizonte insospechado.
Le habló del hierro de su hemoglobina, nacido en las entrañas de estrellas gigantes que explotaron hace miles de millones de años; de la ferritina que lo guarda como un cofre de memoria cósmica; del carbono, del oxígeno, del nitrógeno, del calcio de sus huesos, todos forjados en hornos estelares mucho antes de que la Tierra existiera.
Antonio lo miraba con asombro, como si de pronto el consultorio se hubiera ensanchado hasta volverse galaxia.
—¿Quiere decirme que lo que corre por mis venas alguna vez estuvo en una estrella?
—Exactamente. Tu sangre es un río de estrellas, y cada número que lees en estos análisis es la traducción terrenal de un designio cósmico. “Somos polvo de estrellas”, sí, pero no solo en la poesía: también en la ciencia más rigurosa. La bioquímica no hace sino confirmar lo que la intuición poética ya sospechaba: que tu cuerpo guarda la huella de la creación.
El silencio se hizo. La luz que entraba por la ventana parecía distinta, más pura.
Antonio entendió, en ese instante, que los análisis eran algo más que un control rutinario: eran un mapa secreto del universo dentro de su carne.
Serrano lo animó:
—Lee, si quieres, a Carl Sagan, a Marcelo Gleiser, a Hubert Reeves. Todos, desde la ciencia, confirman este linaje estelar del que somos herederos. Y no olvides algo, Antonio: la ciencia puede mostrarnos el origen de la materia, la fe nos recuerda el sentido. No son mundos en pugna, sino dos horizontes que se tocan sin confundirse: la verdad científica nos dice de dónde venimos, el don de la fe nos susurra hacia dónde vamos.
Antonio salió de la consulta con una sonrisa inédita.
Caminaba por la calle con la certeza de que cada paso lo unía al cielo nocturno; sentía en la piel la caricia del sol, en los pulmones el aire como un canto, y en la sangre ese río de estrellas que lo mantenía vivo.
Por primera vez, al pensar en las agujas y los números, no sintió miedo, sino gratitud.