Enojarse es fácil, pero hacerlo bien es un arte

Una vez, en el barrio donde crecí, vivía un tipo que se enojaba con todos.

No discriminaba: podía levantar la voz contra el carnicero porque le había puesto un hueso de más, contra el colectivero porque frenaba de golpe, contra el perro del vecino porque ladraba a las tres de la mañana. Era un especialista en la furia desordenada. Le quedaba cómoda, como el jogging gastado que uno usa para dormir la siesta.

Yo lo miraba mucho, porque me parecía fascinante esa capacidad de encenderse como fósforo mojado. No necesitaba razones grandes; las pequeñas le servían igual. Y pensaba que debía ser agotador andar por la vida con los puños cerrados, siempre dispuesto a repartir fastidio.

Un día, en cambio, conocí a la otra cara de la moneda:

Una señora mayor, de esas que te ofrecen té, aunque acabes de desayunar. La vi en la panadería. Estaba en la cola, tranquila, hasta que un muchacho joven se coló descaradamente delante de ella. Yo esperaba la explosión, el escándalo, el grito al cielo. Pero no. La mujer le puso la mano en el hombro y, sin subir la voz, le dijo:

M’hijo, la fila empieza allá atrás.

El chico la miró como si le hubiesen leído la cédula. No había espacio para discutir. Sin insultos, sin histeria. Se dio media vuelta y se fue al final de la cola, obediente como un escolar. La panadera aplaudió bajito, como si hubiera visto un golazo en cámara lenta.

Ese día entendí algo que tardé años en masticar:

Enojarse puede cualquiera. Enojarse es gratis, inmediato, y hasta tiene un gustito adictivo, como rascarse una costra. Lo difícil es saber dónde poner ese enojo para que valga la pena.

Porque no es lo mismo enfurecerse porque te dieron el vuelto mal, que porque alguien le grita a tu hijo en la calle. No es lo mismo perder la calma porque se acabó el sifón de soda que porque en la mesa del costado maltratan a la moza. Una cosa te hace quedar como un energúmeno; la otra, como alguien que sabe que el enojo también es una herramienta de justicia.

Lo complicado, claro, es la medida.

Ahí es donde casi todos tropezamos. Nos pasamos de rosca o nos quedamos cortos. Explotamos por un semáforo y callamos frente a una injusticia real. Como si la brújula emocional estuviera rota.

Pienso en eso cada vez que recuerdo a la señora de la panadería. Ella no insultó ni levantó el tono, pero tampoco se dejó pasar por encima. Ajustó la dosis exacta. Fue como un médico que receta justo la pastilla que necesitás, ni más ni menos.

A veces me pregunto cómo habría sido su vida para aprender semejante precisión.

Quizá crió hijos que le enseñaron paciencia, o quizá se cansó de gritar al pedo. Lo cierto es que logró lo que pocos consiguen: usar la bronca como bisturí, no como hacha.

Y ese, creo yo, debería ser el objetivo. No evitar el enojo —porque eso es imposible—, sino aprender a afilarlo, a guardarlo en su estuche hasta el momento preciso. Como quien espera el compás justo para entrar en una canción.

Porque enojarse es fácil, pero hacerlo bien es un arte reservado para los sabios.