Esa ingrata costumbre
Hay una categoría de personas que nadie quiere encontrarse ni en la cola del súper: las y los ingratos.
No porque sean malos, necesariamente. No. Son peores: son quienes olvidaron que alguna vez fueron salvados por alguien. Ayudados. Escuchados. Cuidados. Y esa clase de olvido es más feo que el moho en el pan. Porque no hace ruido, pero pudre todo.
No hablo de un «gracias» apurado, ni de la distracción de un saludo.
Hablo de esa ceguera selectiva que tienen algunas personas para todo lo bueno que les pasó… cuando lo bueno vino de la mano de otro. Porque hay quienes tienen memoria de elefante para el agravio, pero amnesia de mosca para el favor recibido.
Y ojo, no se trata de esperar premios, diplomas ni bustos de bronce en la plaza del barrio. Uno no ayuda para que lo aplaudan. Uno ayuda porque sí. Porque le sale. Porque vio que alguien estaba medio torcido y dijo: “bueno, vamos a enderezar un poquito, pobre”.
Pero después pasa el tiempo, y esa persona que rescataste del naufragio, cuando ya tiene su barco nuevo y reluciente… ni te tira un salvavidas cuando vos empezás a hundirte.
Y ahí duele. No como un golpe en la cara.
Duele como cuando alguien cercano se olvida de tu cumpleaños. Una mezcla rara de bronca y tristeza. Como cuando prestaste una ropa y no solo no te la devolvieron, sino que encima te dijeron que era fea.
La ingratitud no mata. Pero gasta.
Lima el alma de a poquito. Te hace más desconfiado. Más cínico. Te convierte en esa clase de persona que, antes de ayudar, ya se pregunta: “¿Y esta, después, se va a hacer la distraída también?”. Porque la ingratitud no solo rompe al que la recibe, también oxida al que da. Te cambia el carácter. Te pone una costra en el corazón. Y si uno no se cuida, termina cerrándose como una ostra: seguro, sí, pero solo y frío.
Hay quienes viven como si todo lo bueno que les pasó fuera mérito exclusivo de su talento, su esfuerzo, su brillantez personal. Y sí, puede ser que hayan hecho mucho. Pero ¿te acordás cuando estabas en el piso y alguien te alcanzó la mano? ¿Te acordás que esa mano no te cobró nada? Bueno, por lo menos no la muerdas.
Porque no hay acto más humano que agradecer.
No es poesía barata. Es biología emocional. Agradecer te conecta con el otro. Te baja del caballo. Te hace entender que no somos islas, sino archipiélagos. Que nadie llega solo a ningún lado. Que todas y todos fuimos sostenidos alguna vez.
Ojo con la queja disfrazada de ingratitud.
Esa que aparece cuando alguien siente que nunca recibió lo suficiente, aunque mucho se le dió. Esa que corroe, porque convierte el regalo en deuda y el tiempo compartido en pérdida. Y el tiempo, justamente, es oro. Oro que alguien te entregó de su vida. Oro que no vuelve.
Y si nunca agradecés, ese oro se oxida en tus manos.
Si preferís creer que todo lo hiciste sola, o solo, allá vos.
Pero no te quejes cuando un día te caigas y no haya nadie que te levante. Porque la vida tiene una memoria más larga que la gente. Y cuando la rueda gira, la persona ingrata termina sola.
No porque la castiguen. Sino porque, simplemente, nadie se acuerda de ella.