El círculo del placer: ver, imaginar, sentir
Desde mi profesión, la ciencia siempre ha sido el territorio donde me siento más cómodo: un mapa de certezas en constante construcción. Sin embargo, lo que más me apasiona no es quedarme en los datos o en las cifras, sino contar historias a partir de ellos, traducir su rigor en palabras que puedan tocar a cualquiera. Me gusta escribir sobre lo científico como quien abre una ventana: para que lo complejo se vuelva cercano, para que lo invisible encuentre un lenguaje común.
Así, cada vez que termino un texto, siento que cierro un ciclo: tomo un descubrimiento, lo recorro con mirada curiosa y lo devuelvo convertido en relato, no solo para especialistas, sino para todo aquel que quiera dejarse acompañar por la maravilla del conocimiento.
Con ese espíritu nace esta reflexión: un puente entre poesía y biología, entre la ternura de un gesto y la química del cerebro. Porque detrás de cada caricia hay ciencia, y en cada fórmula escondida, late también la emoción humana.
El círculo del placer
El ser humano no solo toca con las manos: toca también con los ojos y con la mente. La caricia, entendida en sentido amplio, no es únicamente el roce físico de la piel, sino un movimiento circular que involucra la visión, la imaginación y el placer. Comprender este círculo nos permite reconocer cómo la biología, la psicología y la experiencia íntima se entrelazan en un mismo acto vital.
Mirar: el tacto anticipado
Cuando miramos, no nos limitamos a registrar información óptica; el cuerpo entero participa en la experiencia. La ciencia ha demostrado que observar un gesto de ternura, un acercamiento o incluso la textura de una superficie suave activa en el cerebro los sistemas de neuronas espejo, descritas por Giacomo Rizzolatti en los años noventa. Estas neuronas reproducen internamente lo que vemos, de manera que al mirar ya estamos sintiendo una forma sutil de contacto.
La mirada, cargada de intención y afecto, se convierte así en un tacto anticipado. Antes de que la piel roce otra piel, los ojos generan una expectación sensorial que prepara al cuerpo para recibir placer: se acelera el pulso, la respiración se modifica y el cerebro libera pequeñas dosis de dopamina, el neurotransmisor identificado por Arvid Carlsson como clave en la motivación y el deseo.
Mirar ya es comenzar a tocar.
Imaginar: el tacto invisible
El siguiente movimiento del círculo es la imaginación. No se trata de una fantasía desligada del cuerpo, sino de un acto con efectos fisiológicos tangibles. Estudios con técnicas de neuroimagen han revelado que imaginar una caricia activa regiones cerebrales semejantes a las que responden al contacto real: la ínsula posterior, la corteza somatosensorial secundaria y el sistema límbico.
Esto significa que la imaginación no es un sustituto débil, sino una prolongación de la experiencia. Una caricia evocada en la memoria puede disminuir la ansiedad, reducir el nivel de cortisol —hormona del estrés descrita por Hans Selye en sus estudios sobre la respuesta biológica— e incluso inducir la liberación de oxitocina, la “molécula del apego”, reconocida por Kerstin Uvnäs-Moberg como esencial en el vínculo social.
En soledad, vulnerabilidad o espera, la mente puede ofrecer al cuerpo un refugio químico y emocional que mantiene vivo el lazo afectivo. La imaginación, al igual que la mirada, expande el campo del placer más allá de lo tangible: la caricia se vuelve infinita, repetida en la memoria, proyectada en el deseo.
Sentir: el placer como integración
Finalmente, cuando la caricia se concreta en la piel, el círculo alcanza su plenitud. Las fibras C táctiles, estudiadas por Håkan Olausson y colaboradores, están especializadas en registrar el contacto lento y suave, y envían señales al cerebro que no solo informan del estímulo físico, sino que lo traducen en emoción. Estas señales llegan a la ínsula, vinculada a la conciencia corporal, y de allí al sistema límbico, donde la experiencia se integra afectivamente.
El resultado es el placer táctil: una sensación que combina lo biológico y lo psicológico, lo químico y lo relacional. Se liberan endorfinas que reducen el dolor, oxitocina que calma y fortalece el apego, y dopamina que impulsa a repetir el encuentro.
Así, un simple roce se convierte en un acontecimiento que refuerza la confianza y el vínculo con el otro.
El círculo abierto
Ver, imaginar y sentir no son pasos aislados, sino fases que se retroalimentan. La visión prepara, la imaginación prolonga y el placer integra. Cada caricia —real o evocada— nos recuerda que la frontera entre el cuerpo y la mente es permeable: lo que miramos puede sentirse, lo que imaginamos puede sanar, lo que tocamos puede transformar nuestra manera de habitar el mundo.
Así, el círculo no se cierra, sino que se abre a nuevas formas de experiencia. El placer, lejos de ser solo un estado químico, se revela como un conocimiento profundo: somos seres que se completan en la conexión, y la caricia —visible, invisible o real— es la forma más elemental y, al mismo tiempo, más elevada de esa unión.
Línea de tiempo científica del círculo del placer
- 1890s – Santiago Ramón y Cajal: demuestra que las neuronas son células independientes, base de la comunicación sináptica.
- 1921 – Otto Loewi: prueba que la transmisión nerviosa es química, al descubrir la acetilcolina.
- 1936 – Henry Dale y Otto Loewi: reciben el Nobel por sus descubrimientos sobre neurotransmisores.
- 1950s – Arvid Carlsson: revela el papel de la dopamina en la motivación y el placer.
- 1950s – Hans Selye: describe el cortisol como hormona central del estrés.
- 1980s–1990s – Kerstin Uvnäs-Moberg: investiga la oxitocina como base biológica del apego.
- 1990s – Giacomo Rizzolatti: descubre las neuronas espejo, clave para comprender la empatía y el “tacto anticipado”.
- 2000s – Håkan Olausson y colegas: identifican las fibras C táctiles, responsables del placer en el contacto suave.