Incertidumbre
Lo raro de la incertidumbre es que uno la conoce desde chico, aunque nadie le ponga nombre. Está en la espera de la nota en la escuela, en la duda de si la bicicleta prestada volverá entera, en la pregunta de si el perro que no vuelve a la casa lo está haciendo a propósito o se perdió de veras.
Después uno crece, se hace más serio, más adulto, y la incertidumbre también crece, pero no cambia de oficio: siempre está ahí, con los brazos cruzados, recordándote que no tenés el control de casi nada.
El miedo a lo incierto es como una neblina mañanera en la ruta:
Sabés que hay asfalto adelante, pero no ves más allá de un par de metros. Te obliga a manejar más despacio, con los ojos bien abiertos, imaginando camiones invisibles que nunca aparecen. Y claro, el cuerpo se cansa de esa tensión. El futuro se convierte en un acertijo sin solución, y mientras tanto el presente se oscurece, como si alguien bajara la persiana a medias.
Nuestro cerebro, tan ingenioso para inventar historias, se vuelve un dramaturgo del espanto. Escribe guiones de peligros que jamás suceden, produce escenas trágicas con la misma facilidad con que un chico inventa monstruos debajo de la cama. Se activa de madrugada, cuando todo está en silencio, y empieza a proyectar en la pared interna de la cabeza un festival de desastres posibles.
Entonces no dormimos, porque la mente está de guardia, convencida de que así nos protege.
La incertidumbre no reconoce fronteras.
Se cuela en la oficina cuando tememos perder el trabajo, se instala en el hospital cuando esperamos un diagnóstico, aparece en el silencio de la pareja que duda. Está en todas partes, con la misma insistencia con que el viento se mete por las rendijas. Y cuando se queda demasiado, el cuerpo se resiente: el corazón late como si corriéramos sin movernos, los músculos se tensan, el ánimo se achica.
De tanto remar contra la corriente, sentimos que el barco se nos va a pique.
Algunos lo llaman ansiedad, otra depresión, otros simplemente “estar quemado”.
Da igual el nombre: es ese agotamiento de remar sin mapa ni brújula, creyendo que si dejamos de mover los brazos nos hundimos. Pero el secreto, paradójicamente, no es remar más fuerte. Es aceptar que el mar es incontrolable y que, en lugar de pelearse con las olas, conviene aprender a flotar.
Soltar la necesidad de certezas es como aflojar un ancla que nos retenía en el fondo.
No se trata de hacerse el valiente ni de negar el miedo, sino de aprender a estar en el agua sin que el agua nos trague. Hay prácticas que ayudan: respirar, escuchar el cuerpo, mirar alrededor sin juicio. No para eliminar la incertidumbre, porque esa nunca se va, sino para bailar con ella sin desmoronarse.
Algo fundamental:
Esta danza no se baila solo.
A veces se necesita la mano de otro que marque el compás, un amigo, un terapeuta, un compañero de ruta.
Porque la vida, con todas sus nieblas, se hace un poco más clara cuando la caminamos acompañados.