“El que quiere interesar a los demás tiene que provocarlos.” Salvador Dalí

La vida cotidiana es un teatro de pequeñas guerras silenciosas.

En cada esquina alguien provoca, alguien responde, alguien calla. Y la provocación anda suelta, disfrazada de chiste, de perfume, de mirada atravesada. El niño provoca al maestro con la pregunta que incomoda. El maestro provoca al niño con la respuesta que mata la curiosidad. Y así se va tejiendo la primera lección: provocar es peligroso, pero callar es peor.

En la calle, el claxon es provocación.

Un dedo levantado es respuesta. El que se mete en la fila sin permiso se cree rey, y provoca que los súbditos aprieten los dientes para no soltar el grito que se les atraganta.

En la mesa de la casa.

La provocación es un silencio demasiado largo, un “no es nada” que en realidad lo es todo, un vaso que se golpea contra la mesa con la furia disimulada de quien aprendió a decir con gestos lo que no se atreve con palabras.

En la cama, la provocación es deseo y es guerra.

Una pierna que se acerca demasiado, un roce que invita o que desafía, una piel que se sabe llamarada. El mismo acto puede ser un incendio de placer o un campo minado de reproches. Depende del día, depende de la herida, depende del amor, o de su ausencia.

Las redes sociales inventaron la provocación portátil.

Ya no hace falta levantar la voz: basta con una foto, un emoji, una frase venenosa para encender tormentas en pantallas que caben en la palma de la mano. Las personas se provocan sin mirarse, se insultan sin conocerse, se desean sin tocarse. Y a eso le llaman comunicación.

La política vive de la provocación.

Un insulto televisado vale más que mil promesas. El político sabe que, si provoca al rival, el rival pierde la calma y, con ella, la credibilidad. El espectáculo está servido: ganan los medios, gana el circo, pierde la gente.

En los bares, la provocación es otra moneda.

Una carcajada demasiado fuerte, una mirada demasiado larga, una mano que se atreve demasiado. Allí la provocación baila entre la violencia y el cortejo, y a veces termina en beso, otras veces en puñetazo.

Hasta la ropa provoca.

Un vestido corto es bandera de guerra para algunos ojos, aunque debería ser simple tela moviéndose al viento. Un rostro pintado de colores puede ser insulto para quien teme lo distinto, y sin embargo es sólo piel que quiere decir “estoy vivo”.

La provocación revela lo que no soportamos ver en nosotros mismos.

Nos provoca el que es libre porque no lo somos. Nos provoca el que ama distinto porque no nos atrevemos. Nos provoca el que dice lo que callamos, el que hace lo que soñamos, el que ríe cuando a nosotros se nos olvidó cómo se hacía.

La provocación es espejo y látigo, carnada y mordida.

Sin ella, la vida sería un campo sin sobresaltos, una llanura interminable donde nunca pasa nada. Pero con ella, la vida se enciende y se quema, se hiere y se sana, se odia y se ama.

Dicen que la provocación es peligrosa.

Y es cierto. Pero más peligroso es no provocar nunca, quedarse quieto, tragarse todo, vivir sin sacudir ni ser sacudido. Porque hasta el silencio provoca. Y a veces, provoca más que cualquier grito.