El verdadero poder
Pienso que el verdadero poder de una persona no se mide en lo que acumula ni en lo que controla. El poder que deja huellas en la arena del tiempo es el que logra que otros levanten la cabeza, el que enciende brasas en pechos apagados.
Es un poder silencioso, casi invisible.
No necesita gritos ni coronas, tampoco aplausos. Basta con una mirada que te recuerde que puedes, que siempre pudiste. Basta con una palabra que no se queda en el aire, sino que se aloja en la piel como tatuaje de esperanza.
Porque cuando inspiras a alguien a ver su propia grandeza.
Has cumplido una misión que ninguna riqueza podría comprar: le has regalado confianza. Y la confianza no es cosa menor; es la llave que abre la jaula de los miedos, es la semilla que florece incluso en los suelos más áridos.
Hay quienes creen que el poder está en dominar, en someter, en doblar voluntades.
Pero ese poder muere joven. El otro, el verdadero, el que se comparte y se multiplica, ése sobrevive a los años y a las derrotas. Porque no se guarda: se entrega. Imagina a alguien que después de cruzar tu camino camina distinto. Más erguido. Más seguro. Más dueño de su destino. Ese es el triunfo que vale la pena: no haber conquistado territorios, sino haber liberado conciencias.
El mayor regalo que podemos dar:
Es la certeza de que cada uno lleva dentro una lámpara escondida. Una lámpara que a veces nadie enciende, que a veces ni el propio dueño recuerda que existe. Y entonces llegas tú, y con una chispa, con un gesto mínimo, con una palabra justa, haces que arda. Si cada encuentro dejara a la otra persona sintiéndose más capaz, más fuerte, más valiosa, el mundo tendría menos cárceles invisibles y más alas desplegadas. No habría tanto miedo disfrazado de obediencia, ni tanta resignación disfrazada de humildad.
Al final, tu luz brilla más intensamente:
Cuando logras que otros descubran la suya. No es un juego de espejos, es un tejido: tu brillo se enlaza al de los demás, y juntos forman constelaciones. No importa si nunca ponen tu nombre a una estrella; lo importante es que el cielo se llene de luces.
Las ideas que no encuentran palabras mueren de silencio.
Y las palabras que no buscan convertirse en acción, mueren de mentira. La palabra viva es la que camina, la que construye, la que acompaña. La palabra que no tiembla ante el viento del tiempo. Por eso, más que hablar de poder, prefiero hablar de siembra. Sembrar en otros la certeza de su valor. Sembrar la memoria de que nadie es menos de lo que sueña. Sembrar la fe de que lo imposible solo es un disfraz que se quita con valentía.
Y entonces, cuando uno parte, queda la cosecha:
Rostros más firmes, pasos más libres, corazones que aprendieron a latir con más fuerza. Esa es la única herencia que no se pierde, la única victoria que no necesita nombre propio.