El circo del chimento: manual de uso para mirar al otro
El rumor como fuego
Antes de Netflix y del Wi-Fi, existía la fogata. Allí, los humanos no solo se calentaban: también cocinaban reputaciones. El chisme fue el primer noticiero tribal, el Facebook de la prehistoria. Servía para señalar al tramposo, vigilar al enemigo y aplaudir al aliado. El rumor no era pecado: era supervivencia. Y lo sigue siendo.
La adicción a la comparación
Hoy seguimos con la misma: mirar de reojo la vida de los demás. Los famosos nos dan brillo prestado, los vecinos nos dan consuelo: “si a él le va mal, yo no estoy tan jodido”. Así funciona el chisme: una regla de tres mental que mide ego y autoestima.
La psicología social lo traduce en ciencia: vivimos comparándonos, y nuestro cerebro, adicto a lo negativo, engorda con desgracias ajenas. Nadie comparte que fulano pagó el alquiler en fecha: aburrido. Lo que vende es la caída, la infidelidad, la mancha. Ahí salta la dopamina.
El negocio de las vidas ajenas
Roma tenía orgías imperiales y rumores a granel. En la Edad Media, las tabernas bullían de pasillos sensacionalistas. Luego llegó la prensa amarilla: el rumor impreso, listo para desayunar con café. El siglo XX inventó estrellas de cine y paparazzi de guardia: mitologías modernas al por mayor.
Y el siglo XXI rompió fronteras: ya no hace falta Hollywood. Un vecino puede viralizarse, un delivery puede aparecer en memes globales. El espectáculo se volvió horizontal: todos espían, todos son espiados.
La contraseña de pertenencia
El chisme es tu pase al club. Decir “¿te enteraste?” abre más puertas que un pase VIP. Compartir rumor es manada, es saber algo que otros ignoran. Es vínculo con sabor a pólvora.
Con los famosos, el efecto se multiplica: hablar de ellos es rozar su mundo inalcanzable. Un pedazo de glamour en la mesa del pueblo. Con el vecino, la adrenalina es otra: el escándalo podría llamar a tu puerta.
El espejo que distrae
La verdad incómoda: nos encanta mirar afuera porque nos aterra mirar adentro. El chimento es anestesia. Juzgamos sin exponernos; nos distraemos de nuestras miserias. “Comparados con la caída del otro, yo estoy algo más o menos entero.”
Pero es también espejo: nos atrapan nuestras propias pasiones desnudas. Envidia, deseo, poder, traición. El menú de siempre, servido en bandeja mediática o en el murmullo de la esquina.
El espectáculo eterno
El chisme no muere. Cambian los canales, cambian los protagonistas, pero la mecánica sigue desde la fogata hasta TikTok: contando vidas ajenas para entender, a escondidas, lo nuestro.
Reímos de los caídos y tememos ser el próximo episodio. Masticamos escándalos como caramelos: ácidos, dulces, insuficientes.
Otras bocas, otros fuegos
Pero hay otros caminos.
No todo tiene que ser este desfile de rumores. Podemos encender hogueras distintas: la de un buen libro que enganche sin aplastar, una historia que inspire en lugar de “cancelar”.
Por ejemplo, un ensayo que nos ayuda a reír mientras señala verdades incómodas sin caer en guarida de cancelación: Bufones, de Iñaki Domínguez, que reivindica el humor como herramienta de verdad y crítica social.
Y hay noticias que no destacan en titulares morbo, pero sostienen el tejido de lo posible: España exportó un 24 % más de aceite de oliva a EE. UU. en el primer semestre de 2025, elevando su cuota de mercado y consolidando su marca con valor añadido.
Netflix anunció una inversión de más de 1.000 millones de euros en España hasta 2028, generando miles de empleos y reconociendo la cultura local.
Además, una pequeña gran victoria social: un juez ordenó pagar más de 15.000 € a un jubilado por discriminación en su pensión, reafirmando el valor de la igualdad en la vejez.
El chisme puede unirnos en la risa y el juicio fácil. Pero buenas historias, libros, noticias que muestran creatividad, justicia o cambio… esas también merecen micrófono.
No soy inocente: seguiremos escuchando chismes, pero podemos sintonizar también otro canal. Porque hay otro aire. Y esa conversación, también, está pendiente.