¿Cuántos años tienes de verdad?

Y aquí ando, otra vez, leyendo y buscando. Buscando señales, buscando pistas. No las mías, sino las que descubren los que saben. Dicen que nuestro ADN es un regalo de la vida, para bien o para mal. Dicen que no todo está escrito. Que siempre queda un margen.

Un espacio donde cabe la voluntad de cuidarnos.

Nos pasamos la vida contando años

Cada cumpleaños es un recordatorio de que el tiempo avanza, de que sumamos una cifra más en la lista. Sin embargo, detrás de esa aritmética sencilla se esconde otra cuenta, más compleja y, a la vez, más reveladora: la del cuerpo. Porque una cosa es la edad que marca el calendario, y otra muy distinta es la que nos devuelve el espejo biológico.

El cuerpo no entiende de fechas de nacimiento impresas en un documento oficial. Entiende de hábitos, de excesos y carencias, de descansos concedidos o negados. Entiende de lo que comemos, de cómo nos movemos y de cómo tratamos nuestras emociones.

Por eso, mientras algunos aparentan menos de lo que suman en velas, otros cargan con una fatiga que adelanta décadas.

Imaginemos dos personas nacidas el mismo día

Una apenas logra subir un tramo de escaleras sin sentir que le falta el aire. La otra, en cambio, se levanta con energía, disfruta de caminar y ríe a carcajadas sin que el aliento se le escape. El calendario las coloca en el mismo punto, pero su cuerpo las sitúa en lugares diferentes.

Y ahí se revela la trampa: no envejecemos todos al mismo ritmo, porque la edad no solo se mide en años, sino en cuidados.

El cuerpo habla, aunque a menudo no queramos escucharlo

Habla cuando crujen las rodillas, cuando cuesta agacharse, cuando el sueño ya no es reparador o cuando la piel empieza a narrar historias que antes callaba. Habla también cuando la energía se mantiene intacta, cuando podemos jugar, bailar o caminar sin que el cansancio nos pese demasiado.

Lo importante no es callar esas voces con excusas, sino aprender a descifrarlas.

No se trata de un milagro ni de detener el tiempo

Nadie puede poner freno al calendario. Lo que sí podemos hacer es negociar con nuestro organismo. No exige imposibles: un poco más de fruta fresca y un poco menos de comida ultra procesada; algunos pasos más al día y algunas horas menos de pantalla; sueño suficiente, risas frecuentes, y la capacidad de bajar el ritmo cuando hace falta.

Pequeños gestos que, sumados, cambian el rumbo del reloj interno.

El error es pensar que acumular años es sinónimo de deterioro inevitable

El paso del tiempo es un hecho, pero cómo lo transitamos depende, en gran medida, de nosotros. Conozco a quienes, con más de setenta, viven con la vitalidad de alguien mucho más joven: caminan, disfrutan del juego, se levantan con entusiasmo. Y también a quienes, con apenas cincuenta, sienten que arrastran un cuerpo agotado.

La diferencia no está solo en la genética, sino en la elección diaria de cuidarse o descuidarse.

Esa otra edad, la que marca nuestro cuerpo

No debería ser motivo de obsesión, sino un espejo. Un reflejo que nos devuelve preguntas incómodas, pero necesarias: ¿cómo me trato? ¿qué hábitos sostengo? ¿qué espacio le doy a mi descanso, a mi risa, a mi bienestar? Al final, no importa tanto la cifra que soplamos en las velas, sino la calidad con la que habitamos cada día.

Porque el calendario no se detiene. Avanza, implacable, hacia adelante. La buena noticia es que nuestro cuerpo aún puede aprender a acompañar ese avance sin desgastarse antes de tiempo. Si lo cuidamos, puede bailar al compás del calendario, en lugar de quedar rezagado o agotado.

Por eso, la pregunta verdadera no es “¿cuántos años tienes?”.

La pregunta que de verdad importa, la que nos sitúa frente a nuestra responsabilidad y nuestras decisiones, es otra mucho más reveladora: ¿cuántos años tiene tu cuerpo?