Los errores con memoria corta
Hay gente que tropieza siempre con la misma piedra, pero lo curioso es que después te cuenta la caída como si fuera un accidente inédito. “No sabés lo que me pasó”, dicen, y vos pensás: sí, sí lo sé, porque ya te pasó cinco veces.
Esos son los errores con memoria corta: los que no registramos, los que borramos del cuaderno como si no hubieran existido, y entonces vuelven, igualitos, disfrazados de novedad.
Pasa en las familias todo el tiempo
Nadie quiere hablar del tío que se endeudó hasta las cejas, ni del abuelo que gritaba más de la cuenta, ni de esa quiebra que dejó a todos mudándose de golpe.
Se guarda silencio como si el silencio fuera cura.
Pero treinta años después aparece un primo con la misma manía de endeudarse, otro con la misma violencia envuelta en “carácter fuerte”, otra quiebra idéntica. Como si el guion estuviera escrito y la familia lo representara en loop.
El silencio, cuando se acumula, hace eco. Y ese eco suena novedoso: “Nunca me pasó algo así”, decimos. Pero es mentira. Ya pasó, ya dolió, ya lo vivimos.
Solo que preferimos no recordarlo.
El cuaderno de errores
No se trata de andar cargando culpas como quien guarda estampitas. Nadie quiere vivir encadenado a sus fracasos.
El truco es otro: mirarlos de frente, anotarlos en una libreta, tacharlos con rojo. No para sufrirlos cada noche, sino para saber que al menos esos ya están usados. Que si mañana metemos la pata —porque la vamos a meter, la creatividad humana para equivocarse es infinita—, sea en algo nuevo.
Mirá las parejas, por ejemplo
Está el que se enamora siempre del mismo tipo de persona: alguien distante, alguien que nunca está, alguien que repite el mismo vacío. Y después, cuando todo termina igual que antes, lo cuenta con sorpresa. “No entiendo qué pasó”, dicen.
Pasó que no miraste para atrás. Pasó que te negaste a aceptar que ya habías pisado ese charco.
O los trabajos
El que se mete en empresas donde siempre lo explotan, y renuncia indignado cada dos años como si fuera la primera vez. O el que presta plata sabiendo que no se la van a devolver, y cuando no se la devuelven se siente traicionado de una manera inédita. Spoiler: no era inédito.
Aprender a caer distinto
Lo interesante no es dejar de equivocarse (misión imposible), sino dejar de equivocarse igual.
Cambiar de error. Caer en otro pozo. Japón lo hizo como país —pero dejemos a Japón en paz—: cada persona también tiene esa posibilidad. El truco está en reconocer el error viejo para no reencarnarlo.
Porque el problema no es equivocarse. Equivocarse es parte del juego. El verdadero drama es tener alergia a la memoria: maquillar lo que pasó, negar que pasó, decir “ya está, no hablemos más de eso”. Pero lo que se niega no se va: se queda dormido en el sillón y, cuando nos descuidamos, vuelve a despertarse con hambre.
Una conclusión incómoda
La historia personal no es un álbum para la vergüenza, ni una lápida donde grabamos lo que salió mal. Es un manual de instrucciones tachadas. Si arrancamos las páginas, nos quedamos sin mapa. Si las dejamos, al menos sabemos que no hay que meter el dedo dos veces en el mismo enchufe.
Recordar no es condenarse. Recordar es vacunarse.
Sí, nos deja un poco de dolor en el brazo, pero evita que nos enfermemos igual que la vez pasada. Y si nos enfermamos, que sea de otra cosa. Si vamos a tropezar —y vamos a tropezar—, que sea con otra piedra.
Equivocarnos distinto. Equivocarnos con estilo.