La vida buena, la vida justa

Los que llegan a fin de mes con calma

Pienso en los miles de personas que viven bien. Que no están nadando en oro, pero tampoco están contando las monedas para llegar al viernes. Gente que enciende la hornalla y se sirve un plato caliente. Que cuando llueve, escucha las gotas golpear el techo desde adentro, secos, protegidos.

Algunos viven en pareja, otros solos, pero entre ambos sueldos —o el único que rascan con dignidad— se las arreglan. Pueden pagar la luz sin temblar, el gas sin rezar, el agua sin hacer cuentas. Y, si los números acompañan, hasta se regalan una semanita de mar o montaña. Nada exagerado: alquilar un departamento modesto, llevar a los chicos a la playa, volver con la piel rojiza y la heladera llena de arena.

Quizá tengan un auto usado que arranca con la primera vuelta de llave, hijos que estudian en la escuela del barrio y vuelven a casa a recibir un abrazo.

No es lujo, pero es una vida tranquila. Una vida buena.

Los que tienen todo multiplicado

Después están los otros. Los que tienen lo mismo, pero elevado por mil. No es que vivan bien: viven mejor que bien.

En lugar de vacaciones de una semana, viajan dos veces al año. Una al Caribe, otra a Europa. No solo tienen auto: tienen dos, o tres, y cada uno con más botones de los que uno sabe usar. Sus casas tienen más habitaciones que habitantes, y a veces los hijos estudian en colegios que cuestan lo mismo que un salario entero de un vecino promedio.

No padecen incertidumbre. No se preguntan qué pasa si el dólar sube, ni si el alquiler aumenta. La salud privada es una tarjeta en la billetera. La comida es orgánica, importada o gourmet.

Son los que pueden darse el lujo de olvidarse cuánto cuesta el pan.

Los que no tienen casi nada

Y después, por millones, están los otros. Los invisibles, los que no salen en las postales turísticas ni en las campañas de publicidad.

Ellos son los que no tienen techo, o el techo es una chapa agujereada que no detiene ni el calor ni la lluvia. Son los que calientan el agua en una olla prestada, los que cocinan con leña en medio de la ciudad porque el gas es un lujo. Los que sueñan con un salario y, mientras tanto, sobreviven con changas.

Vacaciones, auto, casa propia: palabras que suenan a otro idioma. Lo urgente es comer hoy, dormir bajo algo sólido hoy, mandar al niño a la escuela con zapatos que no estén rotos hoy.

Todo lo demás parece ciencia ficción.

La medida de una vida

Lo pienso seguido: quienes deciden vivir bien, de verdad bien, tienen una obligación moral. Porque el valor de una vida no se mide solo en lo que uno consigue para sí mismo, sino en las vidas que toca, en la felicidad que ayuda a multiplicar.

Si a ti te va bien, y a muchos en tu comunidad les va mal, hay un problema. Uno grande. No se trata de culpas ni de castigos, sino de responsabilidad. No puedes manejar tu último modelo por el barrio más pobre sin sentir que algo anda torcido. No puedes celebrar tus vacaciones en el extranjero si tu vecino no puede comprar leche para los hijos.

El bienestar no puede ser un club privado. Quien opta por la felicidad, debe ayudar a que otros la encuentren. Quien alcanza la dignidad, debe abrir la puerta para que otros entren.

Un pacto necesario

El trabajo digno debería ser el puente que nos una, el punto de encuentro entre todos. Que nadie quede afuera de lo básico. Que las diferencias no sean abismos, sino apenas matices.

Porque de nada sirve estar bien en una comunidad que está mal. El progreso aislado es un espejismo: parece victoria, pero en realidad es derrota compartida.

El verdadero triunfo será el día en que la vida buena —esa de comida caliente, techo firme, un salario que alcance, un descanso merecido— no sea un privilegio de pocos, sino el punto de partida de todos.

Epílogo:

Pero atención. Esto no tiene banderas políticas. No es un mensaje de izquierdas ni de derechas. No vengo a agitarlos con consignas partidarias; vengo a hablar de algo mucho más básico. A quienes gobiernan y administran les pedimos, sencillamente: no corrupción. Eso, sólo eso, ya cambiaría muchas vidas.

No se trata de dar subvenciones para que la gente no trabaje, ni de regalar hijos y comida como si fueran premios. No es un llamado a la pereza ni a la dependencia; es un reclamo por la dignidad mínima.

Hablamos de condiciones para que nadie tenga que elegir entre comer y educar a sus hijos, para que el trabajo sea justo y la salud, accesible. Se trata de oportunidades reales, no de limosnas que invisibilizan causas estructurales.

Que quede claro: pedir que más personas vivan con lo básico no es pedir privilegios; es pedir justicia elemental. No es amor al Estado, ni odio al mercado: es sentido común.

Si a tu comunidad le va mal mientras a ti te va bien, algo en ese tejido se está rompiendo y todos terminamos perdiendo.