“La violencia nunca fue, ni es la solución a ningún problema”

Hay una trampa muy vieja que repetimos como si no hubiera mañana: creer que la violencia sirve para equilibrar cuentas. Que si me lastimás, yo te lastimo. Que, si me quitás algo, yo tengo derecho a quitártelo.

Y así, de venganza en venganza, lo único que se consigue es un campo de ruinas donde nadie puede vivir en paz.

Miro lo que pasa y pienso en el sinsentido.

Unos deciden entrar en casas ajenas, secuestrar a desconocidos, arrancarlos de sus familias. Hombres, mujeres, chicos, ancianos. Como si las personas fueran fichas en un tablero de ajedrez. Como si la vida pudiera convertirse en carta de negociación.

Ahí no hay justicia, ni lucha digna, ni resistencia heroica: hay miedo. El miedo de los que se van y el miedo de los que quedan.

Del otro lado, la respuesta llega envuelta en la idea de justicia.

Una justicia que no se parece a un juez ni a un tribunal, sino a un misil. A toneladas de cemento cayendo sobre barrios enteros. A familias que no tienen tiempo de recoger una foto antes de que su casa desaparezca.

Esa justicia, la que se ejerce con bombas, no repara nada. Apenas agranda el agujero del odio.

Lo que me sorprende.

Es que, en ambos lados, hay gente convencida de que esta es la única forma de hacerse escuchar. Que no hay otra lengua más clara que el ruido de la explosión. Como si la muerte fuera un idioma internacional que todos entienden.

Mientras tanto, los que no deciden nada —los de siempre, los que se levantan temprano para trabajar, los que quieren estudiar, los que crían a sus hijos— son los que pagan la cuenta. Los que esperan a un hijo secuestrado. Los que entierran a un vecino. Los que corren hacia un refugio con lo puesto. Los que se quedan en silencio cuando ya no hay palabras.

Pienso en cómo se administran los cálculos del poder.

Los que secuestran creen que los rehenes son un escudo, un modo de protegerse. Creen que mientras tengan esas vidas en las manos, tendrán un poco de control. Pero lo único que hacen es multiplicar la tragedia. Y los que responden con fuego creen que así se recupera el orden, que así se castiga al culpable.

Y lo único que logran es que cada nueva ruina sea semilla de más rencor.

Lo curioso es que:

Cuando se mira desde afuera, todo esto parece una partida interminable donde nadie gana. Cada jugada duele más que la anterior, pero ninguna acerca a la paz. Al contrario: cada movimiento asegura que el próximo también será sangriento. Y así, lo que se repite no es la justicia, sino el círculo.

El círculo en el que un chico aprende a odiar antes de aprender a leer. El círculo en el que una madre cuenta los días desde que no ve a su hija. El círculo en el que una familia cena bajo la sombra de un dron. El círculo en el que un líder, seguro en su despacho, cree que todo vale con tal de sostener un relato.

Pero no: no todo vale. No puede valer.

Porque si aceptamos que vale, si de verdad lo creemos, entonces ya no queda nada. Ni humanidad, ni futuro, ni memoria limpia. Apenas cenizas y rencor.

Quizás el desafío más grande no sea elegir un bando, sino rechazar esa lógica por completo. No comprar la idea de que la violencia es la única respuesta. No justificar el secuestro, ni las bombas, ni el castigo colectivo.

Plantarse en la idea más simple y difícil: la dignidad de la vida, toda vida, incluso la del que piensa distinto, incluso la del que no conocemos.

Lo otro —el ruido de las armas, los discursos encendidos, las excusas perfectas— ya lo escuchamos demasiadas veces. Y nunca alcanzó para curar nada.