Entre presente y la nostalgia
Hay días en que la nostalgia se nos trepa a la espalda como un gato viejo: con las uñas gastadas, pero insistente.
No avisa, no pide permiso; se acomoda. Y de pronto, estamos en medio de una reunión, del tránsito, de una fila de supermercado, y aparece la imagen de un verano con bicicleta, del olor a sopa en la casa de la abuela, de una canción que ya no suena en ninguna radio. El presente se detiene un segundo, como si respirara hondo, y uno queda suspendido entre dos tiempos que nunca se ponen de acuerdo.
La nostalgia es un presente incómodo: no pertenece del todo a la memoria, ni tampoco a lo que vivimos ahora. Es un intermedio extraño, un limbo afectivo donde lo que fuimos y lo que somos se miran a los ojos sin reconocerse del todo.
La trampa dulce de mirar hacia atrás
El recuerdo tiene la mala costumbre de mentir con ternura. A ese barrio que ahora evocamos como “seguro”, probablemente lo recorríamos con los mismos miedos que hoy tenemos en la ciudad.
Aquella infancia que sentimos luminosa estaba llena de noches eternas esperando que el sueño viniera. Pero la memoria edita, recorta las sombras, pone un filtro sepia y nos deja un álbum emocional que parece perfecto.
El problema no es mirar hacia atrás; el problema es quedarse ahí, como si la vida hubiera terminado en ese fotograma. Hay quienes viven en un museo privado de recuerdos, sin darse cuenta de que la muestra permanente se sigue ampliando cada día.
El presente como animal esquivo
El presente es torpe, se nos escapa como un pez resbaladizo. Cuando estamos en él, no lo vemos. Siempre aparece disfrazado de rutina: la taza de café repetida, el sonido de las notificaciones, el trabajo que parece igual al de ayer. Solo cuando se convierte en pasado descubrimos que tenía un brillo particular.
Quizás el truco sea prestar atención mientras sucede, aunque eso implique cierta incomodidad. Habitar el presente es un ejercicio de paciencia: reconocer que la cotidianeidad no es un relleno, sino el núcleo mismo de la historia que después llamaremos recuerdo.
Cuando la nostalgia se convierte en brújula
Lejos de ser enemiga, la nostalgia puede tener la delicadeza de una brújula. Nos recuerda de dónde venimos, nos devuelve escenas que justifican nuestras rarezas actuales.
Esa canción que nos hace llorar en el colectivo no es una derrota: es una pista de lo que todavía somos, un recordatorio de que no estamos hechos de días sueltos sino de una línea continua que se alimenta de lo que pasó y de lo que sigue ocurriendo.
El presente, por su parte, necesita de la nostalgia como contraste. Sin la memoria, los días serían idénticos, planos, inofensivos. El recuerdo le da peso a lo que hoy hacemos: la conversación anodina con un amigo, dentro de veinte años, puede transformarse en el episodio que nos salve de un mal día.
Cierre: el vaivén necesario
La nostalgia no es una fuga, es una visita. Y el presente no es una condena, es un regalo incómodo. Tal vez vivir se trate de aceptar ese vaivén: mirar hacia atrás con cariño, sin instalarse; mirar hacia adelante con esperanza, sin ansiedad; y sostener el ahora con toda su imperfección.
Porque, al final, ni el ayer ni el mañana existen de verdad. Solo tenemos este instante resbaladizo que, mientras lo nombramos, ya empieza a convertirse en recuerdo. Y eso, lejos de ser trágico, es la prueba más hermosa de que estamos vivos.
