El romance de la suerte y el talento
“Muchos creen que tener talento es una suerte; nadie que la suerte pueda ser cuestión de tener talento”
La mentira amable del don divino
Vivimos enamorados de la idea del “talento”. La usamos como excusa y como mito fundacional. Si alguien destaca, decimos que nació con eso, que tiene “un don”.
Como si Dios, aburrido una tarde de domingo, hubiera decidido repartir virtudes al azar: “Tú, canta; tú, pinta; tú, bueno… hacé lo que puedas”. Es una manera elegante de no hacernos responsables: si el otro tiene talento, nosotros simplemente tuvimos mala suerte.
Pero lo que casi nadie admite es que la suerte, esa caprichosa dama que todos veneramos, a veces se fija precisamente en los que trabajan. Hay quien la confunde con la casualidad, pero la suerte —la verdadera— es más sofisticada: suele visitar a los que están despiertos cuando ella pasa.
El mito del golpe de suerte
Nos encanta la historia del músico callejero descubierto por un productor que pasaba justo por ahí. Pero nadie cuenta los quince años anteriores de dedos sangrando sobre las cuerdas y cafés fríos en estaciones de metro.
Es que la suerte, si llega, prefiere aparecer en los finales felices. No le gusta que la vean sudando.
La mayoría de los que esperan “un golpe de suerte” lo hacen sentados. En cambio, el que tiene talento —y lo trabaja— está demasiado ocupado como para notarlo cuando la suerte le toca el hombro. Y entonces, claro, parece que fue ella la que hizo todo.
Talento: esa forma de insistir
El talento, en el fondo, no es un don: es una persistencia elegante. Es la obstinación con buena dicción. Es fracasar con estilo y volver a intentarlo sin dramatismo.
El verdadero talento consiste en convertir la repetición en arte y el error en aprendizaje. Y eso, curiosamente, atrae a la suerte como las luces de un escenario atraen a los insectos.
Quizás deberíamos redefinir la suerte como la consecuencia estadística de no rendirse. Tal vez no es que algunos nazcan con estrella y otros estrellados, sino que algunos miran tanto al cielo esperando un cometa que se olvidan de encender su propia lámpara.
Epílogo: el punto donde el azar se rinde
Así que sí, muchos creen que tener talento es una suerte. Pero nadie sospecha que la suerte, a veces, es la consecuencia natural de haber tenido talento para insistir.
Porque, al final, el destino no siempre premia al más dotado ni al más afortunado: premia al que sigue tocando la misma melodía, aunque nadie lo escuche, hasta que un día, por simple probabilidad o divina travesura, alguien pasa por allí y se detiene a oír.
Y entonces todos dirán: “Qué suerte tuvo”.
Lo que no sabrán es que la suerte, en realidad, fue tener talento para esperarla de pie.
