Hay gente que pasa por la vida…
Como si estuviera esperando que empiece. Se levantan, desayunan, cumplen, pagan, saludan con la misma sonrisa de microondas, tibia y de dos minutos. Y después se sientan a mirar cómo otros viven. Como si vivir fuera un espectáculo ajeno, una serie que se mira con las manos limpias y el corazón quieto.
No es que no tengan ganas, ojo.
Ganas hay. Las sienten cuando ven a alguien bailar sin pudor en la calle o cuando una historia los sacude por dentro. Pero ahí nomás se asustan. Se dicen: “ya fue, no es para mí”, y vuelven al refugio conocido, al sillón mullido de la rutina, donde nada duele, pero tampoco nada brilla.
Hay hombres y mujeres que no se animan a amar.
Porque amar implica quedar expuesto, como una herida recién hecha. No se arriesgan a decir te quiero, no vaya a ser que del otro lado no haya eco. No viajan, no cambian de trabajo, no escriben ese libro, no pintan ese cuadro, no llaman a su madre para decirle lo que nunca dijeron.
Y no es por falta de tiempo —porque tiempo hay, siempre que uno esté dispuesto a robarle minutos a la comodidad— sino por miedo a que las cosas salgan mal.
El miedo al fracaso es el gran domador de los sueños.
Les pone correa, bozal y los deja echados a dormir en un rincón del alma. “Después lo intento”, dicen. Pero el después, sabemos, es el disfraz elegante del nunca.
Y mientras tanto, los días se amontonan. Se cumplen años, se compran cosas, se acumulan excusas. Se llega a un punto en que ya no se recuerda la última vez que el corazón latió de entusiasmo. Cuando la emoción se vuelve un lujo, es porque la costumbre ganó la guerra.
Lo triste no es que no se animen a cosas grandes.
Lo triste es que tampoco se permiten las pequeñas. No se atreven a caminar bajo la lluvia, a cantar en voz alta, a quedarse sin plan. No se animan a equivocarse ni a parecer tontos. Como si la vida fuera un examen del que uno tiene que salir aprobado, sin tachones ni borrones.
Pero la vida —la vida de verdad— se escribe con errores ortográficos y manchas de café. Tiene capítulos que duelen, otros que arden, y algunos que hacen reír con lágrimas. Si uno no se ensucia, no vive. Si no se arriesga, no aprende. Si no ama, no deja huella.
Por eso, a los que todavía están mirando desde el borde, les diría:
Salten. No importa si caen mal, si se golpean o si el agua está fría. Salten igual. Porque nada se compara con la sensación de estar vivos, de saberse en movimiento, de tener el alma despeinada.
Rompan el molde, abracen sin permiso, díganle que sí a lo que les da miedo.
Que la zona de confort es cómoda, sí, pero también es el lugar donde los sueños se mueren de aburrimiento.
Y uno no vino a este mundo para ser espectador. Vino para jugar el partido, embarrarse y gritar los goles, aunque sean pocos, aunque nadie los aplauda.
