“Quien avisa no traiciona”
Para quienes no son del sur —de Argentina, Uruguay, o de esos barrios donde el mate se comparte como una verdad—, hay una frase muy nuestra: “quien avisa no traiciona.” Es una expresión popular, casi un código. Se dice cuando uno quiere dejar claro que va a hacer algo que puede doler, pero que lo hace de frente, sin esconder la mano.
Este texto, entonces, no busca lastimar: es apenas una navegación por la vida, el amor, el dolor y esas pasiones que nos cruzan a todos, alguna vez.
Hay frases que uno escucha desde chico.
Y se le quedan tatuadas sin saber por qué. “Quien avisa no traiciona” es una de esas. En el sur, en los barrios de veredas anchas y olor a pan recién hecho, se dice como si fuera un conjuro, una forma de lavarse las manos antes de hacer lo que hay que hacer. Pero también, si uno la mira bien, es una manera honesta de ser cobarde. O valiente, según el día.
Me acuerdo del Tano, mi vecino de enfrente.
Un tipo que avisaba siempre. Avisaba cuando iba a pelear, cuando se iba del trabajo, cuando se enamoraba. “Yo te lo digo, nene, porque después no quiero que me digas que no te avisé.” Y ahí iba, con su voz gastada por el vino y la costumbre, dejando una especie de advertencia afectuosa. Como si el aviso fuera una disculpa anticipada. Como si al avisar, el daño doliera menos.
En el amor pasa igual.
Cuántas veces alguien te dice “no me enamores” y uno piensa que lo dice en chiste. Pero no. Está avisando. Está tirando la frase como quien deja una nota en la puerta antes de desaparecer. Porque el que avisa, en el fondo, sabe que no va a poder evitar lo que viene. Pero al menos quiere que el otro no diga después que no sabía. Que no le digan traidor. Que no lo hagan culpable de la tormenta.
Están los otros, los que se hacen la película solos.
Arman el guion, el final feliz, los diálogos perfectos… sin que el otro siquiera haya comprado la entrada. Después sufren, se sienten traicionados, despechados. En el barrio decimos que nadie los engañó: solo se enamoraron de su propia idea.
En la vida, los avisos son señales.
Un padre que se va antes del amanecer y deja el mate lavado, una amiga que empieza a hablar menos, un perro que ya no corre a saludar. Tu jefe que te tiene calado, con tus llegadas tarde. Todos avisan. De una forma u otra. Lo difícil es escuchar. Lo difícil es no hacerse el distraído.
A veces, avisar es una forma de amor.
Como cuando uno le dice al otro “me estoy yendo” y espera que le digan “quedate”. Y si no lo dicen, bueno, uno cumple su parte y se va, tranquilo, sabiendo que lo avisó. Pero hay un filo en eso, una tristeza que no se cuenta. Porque entre el aviso y la traición hay apenas un silencio de por medio.
También está el que no avisa nunca.
Ese que desaparece sin dejar rastro. Esos son los que más duelen. Porque te dejan con todas las preguntas abiertas, y el alma llena de puntos suspensivos. Uno puede perdonar casi cualquier cosa, menos no haber tenido la oportunidad de prepararse.
Con los años entendí que “quien avisa no traiciona” no es solo una excusa para justificarse, sino una forma de vivir con cierto código. De decir las cosas de frente, aunque duelan. De ser honesto con el otro, pero también con uno mismo. De reconocer que a veces la vida te obliga a elegir y el aviso es la manera más digna de hacerlo.
Y si al final del día alguien te reprocha algo, podés mirarlo a los ojos y decirle, con la calma de quien ya lo sabe:
—Yo te avisé.
Y eso, en el barrio, vale más que mil disculpas.
